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LA CONCEPCIÓN ONTOLÓGICA DE LA MUERTE
EN EL ANTIGUO EGIPTO
 
 
 

Ana Isabel Blasco Torres

 

Instituto de Estudios del Antiguo Egipto

 

Curso de Primero de Egiptología
UCM-Escuela de Verano
Julio 2009

    La concepción de la muerte en la cultura egipcia, como en una gran cantidad de culturas, parte de la idea de que, al morir, el individuo no deja de existir, sino que es conducido a un nuevo estado: la realidad ontológica del individuo no desaparece, sino que se da en unas nuevas condiciones. De esta idea básica surge, por tanto, la creencia en un Más Allá, íntimamente relacionada con el concepto de cosmos de la cultura egipcia, y desempeñando en este sentido algunos dioses (en este caso, entre otros, el dios Osiris) funciones esenciales. Aunque generalmente se caracteriza a los egipcios como un pueblo obsesionado con la muerte, puesto que los monumentos más conocidos de la cultura egipcia son sus monumentos funerarios (las distintas pirámides de los Reinos Antiguo y Medio y los hipogeos reales), un atento examen de las fuentes arqueológicas egipcias y de los textos que conservamos manifiesta una idea totalmente diferente de la concepción ontológica de la muerte en el Antiguo Egipto.

 

LA MUERTE COMO MANIFESTACIÓN DEL CAOS

    De acuerdo con la concepción egipcia, el universo es un equilibrio constante de las fuerzas opuestas de orden y caos. De este modo, los cambios, las manifestaciones del orden o del caos, son partes de una secuencia prevista, se conciben en términos cíclicos, siguiendo siempre al caos el restablecimiento del orden. Para los egipcios, la muerte era un cambio, una manifestación del caos; para que tenga lugar el restablecimiento del equilibrio del universo, debe integrarse, por tanto, en un orden. Así pues, la muerte no es el final de la vida, sino su interrupción; supone un tránsito, un cambio de estado, una etapa de cada individuo, pero no el final de la existencia del propio individuo. La idea del universo como un conjunto equilibrado de las fuerzas de caos y orden aparece, también, en la cultura griega; la propia palabra griega cosmos, además de universo, significa orden: de acuerdo con la concepción ontológica griega, el universo se hallaba en perfecto orden[1]. Esta idea tanto egipcia como griega de que el universo es un equilibrio de fuerzas opuestas, teniendo lugar los cambios de forma cíclica, está íntimamente relacionada con una concepción circular del tiempo: los cambios se dan de manera cíclica y constante, y el tiempo no tiene principio ni fin[2]. Esta idea puede analizarse, por ejemplo, en el caso de la cultura egipcia, en la figura del Faraón: cuando un determinado rey había muerto, se convertía en Osiris, y el nuevo rey subía al trono como Horus, el hijo de Osiris. El dios Horus se encarnaba continuamente en la figura del Faraón, y los nombres de los reyes individuales servían sólo para designar las encarnaciones sucesivas, tratándose en realidad siempre del mismo dios, de Horus[3]. De esta forma, en la cultura egipcia, la idea sobre el carácter cíclico de los cambios en la naturaleza, al tratarse el cosmos de un equilibrio de fuerzas opuestas, y la idea del carácter circular del tiempo, que conduce a su vez a la concepción de la creación como proceso de ordenación del cosmos y no como creación ex nihilo, influyeron de forma indudable en la concepción ontológica de la muerte[4]. Al ser la muerte un cambio de estado en el individuo, es una manifestación del caos, y por eso este cambio debe ser reconducido a un orden, a un nuevo estado de equilibrio. Así pues, para los antiguos egipcios, tras la muerte el individuo es conducido a una nueva forma de vida; el difunto vuelve a estar en plenitud, y de hecho puede participar en el mundo de los vivos. Ya desde el tercer milenio a.C., se creía que un muerto convertido en aj podía actuar a favor de los vivos: los egipcios, aunque creían que los difuntos dependían de sus tumbas y se manifestaban en sus baw, también se referían a ellos como ajw, como seres sobrenaturales, ya integrados en el orden cósmico: a pesar de que la tumba era un receptáculo para el difunto, un lugar para la transfiguración, la existencia del difunto no quedaba limitada a la propia tumba. Los vivos podían solicitar, por tanto, ayuda a los muertos, a pesar de que éstos pudieran estar en otra dimensión. Éste es un tema ampliamente documentado en los textos egipcios, como en el caso de la Instrucción de Amenemes a su hijo Sesostris, texto en el que el rey muerto, Amenemes, le relata su propio asesinato a Sesostris; y, en el papiro judicial de Turín, en el que el faraón Ramsés III, ya difunto, nombra a los miembros del tribunal que deben juzgar a los responsables del intento de su propio asesinato. Además, del mismo modo que en vida un egipcio común necesitaba a menudo ganarse la protección de algún alto oficial para encarar un pleito, se creía que el espíritu de estos hombres podía ser igualmente influyente en el Más Allá, y por eso la gente depositaba ofrendas en sus tumbas o colocaba en ellas estatuas y estelas. Las cartas que los egipcios escribían a sus familiares muertos a veces están relacionadas con problemas legales, como disputas por un bien, considerándose que los difuntos podían ayudarles siguiendo su caso en una especie de tribunal divino paralelo. También, algunas de las cartas revelan que se creía que los difuntos conservaban el carácter que habían demostrado en vida. El hecho de que se creyera que un muerto ya como aj pudiera actuar a favor de los vivos implica, ya de por sí, un esfuerzo por parte del individuo de compresión de lo irracional; comúnmente, se pensaba que los difuntos se manifestaban en la tierra en la forma de sus baw, y que como ajw no mantenían contacto con la humanidad. A los difuntos se los veía como estrellas del norte, ya que las estrellas circumpolares, al no ponerse nunca, eran consideradas inmortales. Debe tenerse también presente que a los difuntos, como ajw, como espíritus transfigurados, nunca se los representaba, porque vivían en una esfera que no estaba al alcance de la comprensión humana[5].

    Uno de los rasgos esenciales de las sociedades de discurso mítico-religioso, como la cultura egipcia, frente a aquellas sociedades de discurso lógico-científico[6], es la repetición frente a la singularidad. Como se afirma en VV. AA., Antropología de la religión. Una aproximación interdisciplinar a las religiones antiguas y contemporáneas (Barcelona, 2003, págs. 102-107), para el individuo de discurso mítico-religioso el mundo real está constituido por objetos que responden a arquetipos, y a acciones que repiten actos primordiales: el mundo está caracterizado, en definitiva, por un eterno retorno. Para estas sociedades, sólo tiene entidad sustantiva,,sólo es real, aquello que participa de un algo trascendente creado o instituido en (…) el tiempo primordial. Aquello que no obedece a esta dinámica, es decir, lo profano, (…) es irrelevante; (…) la originalidad, la idea de que algo pueda tener valor por sí mismo, (…) no tiene cabida en el mundo del discurso religioso. Esta idea tiene importantes consecuencias en la concepción ontológica egipcia de la realidad en general y de la muerte en particular. El individuo mítico-religioso, como se expone en VV. AA., Antropología de la religión. Una aproximación interdisciplinar a las religiones antiguas y contemporáneas (Barcelona, 2003, págs. 102-107), sólo considera los hechos que pueden ser reconducidos a arquetipos; éstos son los hechos reales, y los hechos profanos no interesan. Al reconducirse los hechos particulares a arquetipos, se anula su particularidad, su contingencia histórica, y se convierten en uno junto con el arquetipo. El decurso histórico se resuelve en un único punto: el tiempo primordial. La singularidad se anula a favor de la repetición; en la cultura egipcia, por tanto, ni el tiempo histórico, ni el género histórico existen. De este modo, las guerras de los diferentes faraones contra los enemigos de Egipto se consideran en cierto modo la repetición del mito de Horus que vence a Set, y el cumplimiento, la imposición, del orden cósmico, de la armonía cósmica, frente al caos. Es por eso por lo que estos hechos se representan siempre de la misma forma, forma que no cambia desde la época predinástica final hasta el período grecorromano: el Faraón aplastando a los enemigos vencidos con la maza en alto. Es por eso también por lo que no se llevaban a cabo biografías de los reyes de Egipto: la historia del Faraón es, como ya se ha mencionado, la historia mítica de Horus, el Rey vivo, y de Osiris, el Rey muerto[7]. Es en la característica de la repetición frente a la singularidad donde, en última instancia, subyace la concepción ontológica de la muerte: en el Antiguo Egipto, la muerte es una manifestación del caos, parte de un esquema cíclico predecible, con la que cada persona será conducida a un nuevo estado de equilibrio.

 

UNA VISIÓN ESPIRITUAL DE LA MATERIA. IMÁGENES Y MAGIA SIMPATÉTICA

    Debido a que los egipcios consideraban la muerte como parte de la vida, integraban la muerte en el ciclo de la vida, velaban muy cuidadosamente por la supervivencia de los difuntos, del mismo modo que se preocupaban por la crecida del Nilo o por la prosperidad de sus cosechas. Con la preparación del cuerpo, el ajuar y la tumba se intentaba, así pues, garantizar la continuidad ontológica del individuo entre el tránsito de la vida y la muerte. Al estar la muerte integrada en la concepción egipcia en los ciclos de la naturaleza (ciclo de las crecidas del Nilo, ciclo de la aparente muerte y renacimiento de la vegetación, ciclos del sol, de la luna y de las estrellas,…), puede considerarse que los egipcios tenían de la muerte una concepción relativamente optimista: la muerte en la cultura egipcia está incluida en un constante ciclo de renacimientos. Pese a todo, no puede evitarse que se produzca la desaparición física real del individuo y la consiguiente sensación de pérdida física en las personas de su entorno. Esta creencia en la supervivencia del individuo después de la muerte no implicó, en ningún caso, una desconsideración hacia la vida en la sociedad egipcia: la vida debía ser siempre apreciada (incluso en obras en las que en un principio parece sugerirse lo contrario, como en Diálogo de un desesperado con su ba, acaba prevaleciendo el valor de la vida humana). Los egipcios aceptaban la desaparición física del individuo, pero armonizaban este hecho con la supervivencia, en última instancia, de la persona. Sin embargo, esta supervivencia no podía comprenderse sin la existencia de un soporte físico, material, que diera especifidad al individuo. La incapacidad de los antiguos egipcios de imaginar la vida de forma independiente a cualquier sustento demuestra que su mente, y, por tanto, también su lenguaje, estaban especialmente orientados hacia lo concreto. El difunto precisaba siempre de un cuerpo, de un soporte material, como sustento, porque en él residía su individualidad. Es por ello por lo que en el Antiguo Egipto se dio un gran desarrollo de las técnicas de momificación, así como la presencia de estatuas del difunto en las tumbas de los difuntos; tanto las momias como las estatuas eran soportes físicos para el difunto. Si las momias sufrían algún daño, las estatuas podían sustituirlas en su función de proporcionar un sustento físico que permitiera la supervivencia del difunto en el Más Allá, debiendo representar a un individuo concreto. Para asegurar completamente esta identificación, se utilizaron también inscripciones con el nombre y los cargos del fallecido. La tumba es, así pues, el lugar donde el difunto revive en el Más Allá, del mismo modo que la vivienda es el lugar donde el individuo vive, y crea las condiciones necesarias para la vida en el Más Allá. Por otra parte, para devolver la vida al difunto, era necesario hacerle revivir sus funciones vitales, y, entre otras, su capacidad para comer, a través de la magia simpatética. El alimento vuelve a concebirse, de esta forma, como la base esencial de la existencia, dándose por tanto la presentación de ofrendas y la colocación de alimentos en las tumbas. El carácter misterioso de la vida (el hecho de que esté sostenida por la materia, aunque es inmaterial de por sí) condujo a los egipcios no a una visión materialista de la vida, sino a una visión espiritual del alimento: la propia palabra ka, que designa la fuerza vital impalpable del hombre, significa también, en plural, alimento. De este modo, las imágenes, la decoración, del interior de las tumbas aportan al individuo lo necesario para sobrevivir en el Más Allá; en el caso de que no se llevara a cabo alguno de los rituales o no se depositaran alimentos en las tumbas, las imágenes asegurarían la supervivencia del fallecido en el Más Allá, y, así, su integración en el cosmos.

    En última instancia y en sentido estricto, lo que se representa en las tumbas no son imágenes de la vida cotidiana, ni los textos han sido escogidos por el difunto con fines únicamente estéticos, sino que el significado profundo de la iconografía y de los textos funerarios es mágico: tienen la función de hacer realidad lo que representan o dicen a favor del difunto; lo real son las imágenes y los textos, no la dimensión puramente física. Como ilustración de esta concepción, y de la importancia que para el egipcio suponía crearse las condiciones idóneas para su revivir en el Más Allá, puede señalarse un pasaje del Cuento de Sinuhé, en el que el rey exhorta al propio Sinuhé a volver a Egipto, puesto que su muerte está cercana, y a disponer de todo lo necesario para garantizarse la supervivencia en el Más Allá: Vuelve a Egipto, para volver a ver la corte en la que creciste, para besar la tierra ante la Doble Gran Puerta, y para que te unas a tus amigos. Pues hoy has empezado a envejecer, has perdido la potencia viril. Piensa en el día del entierro, en el paso al estado de bienaventurado. La noche te será (entonces) asignada por medio de aceites (de embalsamamiento) y de bandeletas (provenientes) de las manos de Tayt. Se te organizará un cortejo fúnebre el día del sepelio  -una funda de oro (con) la cabeza de lapislázuli, un cielo por encima de ti, habiendo sido colocado dentro del sarcófago; los bueyes te arrastrarán y los músicos (marcharán) delante de ti-. Se ejecutará la danza de los Muu en la puerta de tu tumba; se te leerá la lista de ofrendas; sacrificios serán hechos junto a t(u) estela, estando tus columnas construidas de piedras blancas en medio (de las tumbas) de los hijos reales. No, tú no morirás en una tierra extranjera; los asiáticos no re llevarán a la tumba; no se te meterá en una piel de borrego, y no se te hará un simple túmulo. Es muy tarde (ahora) para llevar una vida errante. Piensa en la enfermedad y regresa (Cuento de Sinuhé, B 189-199). Debe tenerse presente que, en ocasiones, las creencias funerarias egipcias no fueron tan firmes como la mayoría de las fuentes muestra, sino que también había espacio para las dudas. En este momento, debe recordarse el Canto del arpista de la tumba del rey Antef, perteneciente al Primer Período Intermedio[8]. Por otra parte, ya en época griega, y posiblemente por la influencia de la propia concepción griega de la muerte, aparecen algunos testimonios que manifiestan de forma trágica el horror al Más Allá: Una perpetua oscuridad es la morada de aquéllos que están allí [en el occidente]. Dormir es su ocupación, no se despiertan para ver a sus hermanos, no miran ni a sus padres ni a sus madres; sus corazones olvidan a sus mujeres y a sus hijos. El agua de la vida, en la que está el alimento de toda vida, es sed para mí. Llega sólo a aquél que está en la tierra. Yo sufro la sed aunque el agua esté cerca de mí… La muerte, ¡ven! es su nombre, llama a cada uno hacia sí, y ellos vienen deprisa, aunque sus corazones tiemblan ante ella por el terror. Nadie de los dioses ni de los hombres la ve. Los grandes están en sus manos como los pequeños… Ella arrebata al hijo de su madre más gustosa que al viejo que se mueve cerca de ella… ¡Oh, vosotros que venís a este cementerio! Hacedme ofrenda de incienso en la llama y de agua en todas las fiestas del cielo. El final de este texto es ciertamente inesperado, al pedirse las ofrendas cuya inutilidad se acaba de mencionar.

 

ESCRITURA, LENGUA ORAL Y MAGIA SIMPATÉTICA

    De la misma manera que ocurre en el caso de las imágenes, la presencia de la escritura, en el mundo de los muertos, tiene una finalidad activa, un carácter mágico. En el caso de las imágenes, por ejemplo, cuando a un individuo se lo representa jugando al senet, no se representa en términos estrictos una escena de la vida cotidiana, sino que se trata de un símbolo resurreccional: como indica el Libro de los Muertos, el senet requiere la superación de un itinerario, y la llegada a una meta. Se representa, de este modo, la llegada del fallecido a su meta, el Más Allá. También las escenas agrícolas de la tumba de Sennedyem, en Deir el Medina, por ejemplo, se refieren al trabajo del difunto en el Más Allá y no tienen puramente función decorativa. De igual forma, por el principio de la magia simpatética, todo texto de resurrección le confería al difunto la resurrección que evocaba: cada fórmula pronunciada ritualmente o escrita contribuía a la resurrección del fallecido. Los Textos de las Pirámides, redactados por el clero del culto solar de la ciudad de Heliópolis y reproducidos en las cámaras funerarias de las pirámides del último rey de la V dinastía y de los faraones de a partir de la VI dinastía del Reino Antiguo, no tienen sólo función decorativa, sino mágica: su simple presencia hará realidad lo que contienen escrito, que el Rey muerto ascienda al cielo para unirse con su padre Re en el Más Allá celeste. Al ser el motivo central de los Textos de las Pirámides la ascensión del Rey al cielo, en ellos se describen los medios de ascensión, los peligros que el rey debe salvar hasta llegar al Más Allá, los rituales de purificación,… También se menciona la llegada del Rey junto a su padre Re y cómo el propio Rey sigue gobernando en el Más Allá. El hecho de que estos textos fueran recitados por los sacerdotes que oficiaban los funerales del Faraón, al igual que el hecho de que estuvieran inscritos en las tumbas, aseguraba mágicamente que se hiciera realidad su contenido. Es por ello por lo que, al final del funeral, cuando se había depositado el cuerpo del Rey en el sarcófago y se habían llevado a cabo los últimos ritos, la resurrección del Faraón se había llevado a cabo. En primer lugar, para que el cuerpo del Rey se conservara y para que los miembros permanecieran unidos, algo básico para la supervivencia del ka, que requería un soporte físico, era necesario conjurar su cuerpo, como se desprende de este pasaje de los Textos de las Pirámides: Oh, carne del Rey, no te marchites, no te pudras, no huelas mal. (…) Tus huesos no perecerán, tu carne no enfermará; oh Rey, tus miembros no estarán lejos de ti, porque eres uno de los dioses (Textos de las Pirámides, 722-725). Además, para asegurar la preservación del cuerpo del Rey convenía que la pirámide donde permanecía estuviera protegida: Oh Atum, pon tu protección sobre este Rey, sobre esta pirámide suya y sobre esta construcción del Rey; evita cualquier cosa que suceda con maldad contra ella para siempre, como pusiste tu protección sobre Shu y Tefnut (Textos de las Pirámides, 1654). Para que el Rey pudiera resucitar, era preciso que se purificara ritualmente; el siguiente texto era recitado por parte de los sacerdotes funerarios para ese fin: ¡Oh Rey, despierta! Levántate, ponte de pie, para que puedas ser puro y que tu ka pueda ser puro, para que tu ba pueda ser puro, para que tu poder pueda ser puro. Tu madre viene a ti, Nut viene a ti, la Gran Protectora viene a ti, para que pueda purificarte, oh Rey; para que pueda protegerte, oh Rey; y para que pueda prevenirte de cualquier carencia (Textos de las Pirámides, 837-839). Para poder llegar al lugar donde se encuentra Re, el Rey debe salvar algunos obstáculos, debidos a la topografía del Más Allá: ¡Oh barquero del cielo en paz! ¡Oh barquero de Nut en paz! ¡Oh barquero de los dioses en paz! Yo he venido ti (para que) me cruces en este barco con el que transportas a los dioses. He venido a su lado justo como el dios vino a su lado. (…)  No hay ser viviente que me acuse, no hay difunto que me acuse, no hay pato que me acuse, no hay buey que me acuse. Si no me transportas, saltaré y me pondré en el ala de Thot, y él me transportará allá lejos (Textos de las Pirámides, 383-387). Una vez que ha llegado al Más Allá, el Rey, al igual que en el Egipto físico, sigue siendo Rey y actuando como tal: El Rey ha venido para poder ascender al cielo y explorar el firmamento; el Rey saluda a su padre Ra, y él le ha coronado como Horus (…). El Rey da órdenes, el Rey otorga dignidades, el Rey asigna lugares, el Rey hace ofrendas, el Rey dirige oblaciones, porque en realidad es el Rey; el Rey es el Único del cielo, un potentado a la cabeza de los cielos (Textos de las Pirámides, 2035-2041). De este modo, por el concepto de la magia simpatética, estas acciones se hacían realidad, eran realidad por el solo hecho de ser pronunciadas. Debe tenerse en cuenta, en este caso concreto, que la teología y la cosmogonía del clero de Heliópolis estaban centradas en Atum o Re, dios vivificador del mundo; el símbolo principal de este dios era la pirámide, en tanto que estilización de la colina primordial. La construcción de las pirámides, monumentos funerarios destinados sólo a los reyes, empieza a darse, de hecho, cuando los faraones adoptan la doctrina funeraria solar heliopolitana. La pirámide tiene un doble simbolismo: ascensional y creacional; el Rey enterrado en ella asciende y resucita en el Más Allá. Así, de igual forma que el Sol en un principio subió al cielo desde la colina primordial para dar comienzo a la vida, cada rey difunto, para volver a la vida, sube al cielo a través de su pirámide. El Rey, de acuerdo con la soteriología solar heliopolitana, es, como el Sol, un Único Uno, produciéndose de este modo la identificación entre el Faraón y el dios Sol. Los demás mortales, en cambio, tienen un destino subterráneo, dominado por Osiris. En los Textos de las Pirámides el dios Osiris es tratado de modo equivalente: el credo heliopolitano considera a Osiris como dios de la doctrina de la realeza, que se identifica con el Rey difunto, como se desprende del siguiente pasaje: Ra toma tu mano [del Rey]. (…) Observa: [el Rey] ha venido como Orión; observa, Osiris ha venido como Orión (Textos de las Pirámides, 819). Por otra parte, la presencia de la magia simpatética en la lengua oral y no sólo en los textos escritos está presente a lo largo de toda la historia del Antiguo Egipto. La magia simpatética en la lengua oral estaba, además, al alcance de todas las capas de la sociedad egipcia que no tenían acceso a los textos funerarios, en un principio exclusivos sólo de la realeza, y, posteriormente, sólo al alcance de los más pudientes. Así, en el Reino Nuevo, cuando el mecanismo social del sacerdocio funerario está más debilitado, las peticiones a los receptores de los textos solicitan al lector que recite simplemente una fórmula de ofrenda: Es sólo una lectura, no hay gasto, no hay burla, no hay disputa que venga de ello. No hay que luchar con otros, no hay una opresión del miserable en su condición. Es un discurso dulce que causa satisfacción, y el corazón no se cansa de escucharlo. Es sólo un soplo de boca… Será bueno para vosotros si lo hacéis (Urk. IV, 510).


LENGUAJE FORMULAR Y MAGIA SIMPATÉTICA  

    Para que unas palabras pronunciadas tuvieran el efecto deseado, se convirtieran en realidad a través de la magia simpatética, debían pertenecer, la mayoría de las veces, a un lenguaje formular preestablecido; debía tratarse, así, de fórmulas mágico-religiosas, muchas veces contenidas en los textos religiosos, aunque no necesariamente (piénsese, por ejemplo, en las fórmulas médicas escritas en demótico sobre papiro que debían ser pronunciadas para obtener la curación de una determinada enfermedad). La creencia egipcia de que, a través de la magia simpatética, las fórmulas pronunciadas llevaban a cabo el cumplimiento del contenido de la fórmula, de que eran la realidad, puede apreciarse también durante los actos rituales del cortejo fúnebre y el entierro del fallecido y, especialmente, en el ritual denominado apertura de la boca. Así pues, entre las personas que componían el cortejo fúnebre en el Reino Nuevo (se conservan pocos testimonios del Reino Antiguo y del Reino Medio del cortejo fúnebre y del entierro, aunque en el Reino Nuevo el cortejo funerario es uno de los más frecuentes en la decoración de las tumbas, y, principalmente, en las tumbas de los particulares), pueden distinguirse dos grupos: por una parte, destaca el grupo denominado remech niut N., la gente de la ciudad N.; el nombre de la ciudad específica era una de las localidades que mantenían relación con el mito de Osiris. Estos personajes tenían la función de representar los lugares sagrados vinculados al mito de Osiris y de acompañar al sarcófago del fallecido hasta su llegada a la necrópolis. Aunque en las primeras  representaciones es el propio difunto el que, navegando por el río Nilo, visita en peregrinación los principales santuarios de Osiris, en el Reino Nuevo el difunto lleva a cabo dicha peregrinación gracias a las personas que representan los propios santuarios. Algunas de las palabras pronunciadas por los remech niut N. se conocen gracias a las inscripciones y los relieves de las tumbas: ¡A Occidente, a Occidente, al lugar en el que tú deseas estar! ¡Bienvenido en paz a Occidente! ¡No es como difunto como tú te vas, sino que es vivo como tú te vas! (Tumba de Antefiqer, TT 18, Reino Nuevo). El otro grupo de hombres que integra el cortejo fúnebre es el de los semeru, amigos (del difunto); se trata de nueve hombres que posiblemente representen simbólicamente la Enéada heliopolitana, y que en los motivos de las tumbas aparecen situados junto al sarcófago. La función de los semeru es transportar el sarcófago una vez que el conjunto del cortejo ha entrado en la necrópolis, en sustitución de los animales que anteriormente lo trasladaban. En este caso, también se conservan en algunas tumbas las palabras de este  grupo del cortejo fúnebre: Dicho por los nueve amigos: ¡A Occidente, a Occidente, la tierra de los justos! ¡Después de que un bello entierro se haya hecho para el visir Rejmire, justo de voz! (…) Dicho por los nueve amigos: ¡Salid y descended, llevando a Osiris, el visir Rejmire! ¡Tus enemigos han sido vencidos por ti y colocados por debajo de ti, y tu protección está detrás de ti, eternamente (Tumba de Rejmire, TT 100, Reino Nuevo). La presencia de la magia simpatética en la lengua oral, y muy especialmente cuando lo que se está pronunciando pertenece al lenguaje formular, aparece de manifiesto, así, tanto en las palabras de los remech niut N. como en las de los semeru, los miembros del cortejo fúnebre.

    Cuando la procesión del cortejo fúnebre había llegado a la entrada de la tumba, se realizaba el ritual de la apertura de la boca, la última ceremonia que se llevaba a cabo antes de que el cuerpo fuera colocado en la tumba y ésta quedara finalmente sellada. Este ritual, con el que se pretendía que la vida más básica (comer, hablar, respirar,…) volviera al cadáver del difunto y quedara de este modo asegurada su supervivencia en el Más Allá, aparece ya atestiguado, al igual que ocurre en el caso del cortejo fúnebre, en representaciones iconográficas desde el Reino Antiguo. El ritual de la apertura de la boca era llevado a cabo por los sacerdotes, conocedores, según las creencias de la sociedad egipcia, de la ciencia que los dioses habían transmitido. El ritual de la apertura de la boca, en cuya estructura pueden distinguirse dos grupos de operaciones, uno que correspondería al Alto Egipto y otro al Bajo Egipto, aparece conformado por un conjunto de escenas dialogadas. Además, en torno a la parte central se incluía otra serie de ritos, como los ritos de introducción a la propia parte central, la animación de la estatua, el ritual de la vestidura, el banquete funerario, y algunos ritos con los que se clausuraba el conjunto de la operación. Desde un punto de vista dramático, destaca, por otra parte, la presencia de indicaciones escénicas que indican a los sacerdotes que llevan a cabo el ritual sobre qué objeto sagrado o ser deben pronunciar una determinada fórmula y cuál es el equivalente terrestre de dicho objeto o ser sagrado, así como qué posición física o qué acciones deben realizar en cada momento específico. Como ocurre en la gran mayoría de los rituales religiosos que se llevaban a cabo en el Antiguo Egipto, las primeras escenas que se describen en los textos sobre cómo llevar a cabo el ritual de la apertura de la boca son indicaciones de la necesidad de purificación y de sacrificios de animales antes del comienzo del ritual propiamente dicho. Cada uno de los ritos comprendidos en el ritual de la apertura de la boca, como por ejemplo la imposición de objetos sagrados sobre la momia del difunto, así como los propios instrumentos utilizados (tejidos, armas, jarras, cuchillos, cinceles, bastones de mando,…) tenía una función esencialmente mágico-resurrectora. De esta forma, uno de los ritos más importantes durante el ritual de la apertura de la boca era la imposición sobre la momia del cuchillo peseshkaf (psSkA.f). En este momento, debe tenerse en cuenta el siguiente texto: Escena XXXVII: presentación del objeto peseshkaf. El sacerdote sem: aplicar el objeto peseshkaf sobre su boca. Palabras pronunciadas por el oficiante: ¡Oh, N.! Yo he consolidado tus mandíbulas de modo que ellas están nuevamente divididas. Yo he reabierto tu boca por medio del objeto peseshkaf con el cual es abierta la boca de todo dios y de toda diosa (J. C. Goyon, Rituels funéraires de l’ Ancienne Égypte. Ouverture de la bouche, París, 1972). Así pues, como consecuencia de este acto el difunto recupera las funciones esenciales de poder comer, beber y respirar. Después de la repetición de la ceremonia que corresponde al Bajo Egipto, la momia es rozada con piezas de tela para que simbólicamente sea vestida, y, más tarde, tiene lugar la unción con óleos sagrados: Escena XLVIII: entrega de la tela para la cabeza. Palabras pronunciadas por el oficiante; el sacerdote sem toma la venda para la cabeza y la coloca sobre N.; limpia su boca y sus ojos, porque ella abrirá la boca y los ojos de N., una vez la lleve. Fórmula: ¡Oh, N.! ¡Mira cómo viene la venda sobre la cabeza!, ¡mira cómo viene la venda sobre la cabeza!, ¡mira cómo viene la Blanca!, ¡mira cómo viene la Blanca! (J. C. Goyon, Rituels funéraires de l’ Ancienne Égypte. Ouverture de la bouche, París, 1972). Por último, una vez que se le han entregado a la momia las armas y los bastones de mando, tiene lugar la última libación y el banquete funerario. Cuando las ofrendas se han purificado, el difunto es invitado a participar en el banquete, puesto que ya ha recuperado la función básica vital de poder comer, por parte del sacerdote lector: Palabras pronunciadas por el oficiante en jefe: ¡Oh, N.! Ven hacia este pan que se te ofrece, hacia esta cerveza, ¡estas cosas nunca te faltarán! (…) Acepta este pan, acepta esta cerveza, acepta este incienso, acepta esta agua fresca, acepta esta ofrenda divina, pues es el Ojo de Horus, el grande. (…) Tu pan es para ti, tu cerveza es para ti, y tú podrás vivir como Re (Escena LXX, J. G. Goyon, Rituels funéraires de l’ Ancienne Égypte. Ouverture de la bouche, París, 1972). Finalmente, al mismo tiempo que la momia queda definitivamente depositada en la tumba y se produce el sellado de ésta, se pronuncia una última oración a todos los dioses de Egipto: Abiertas están las puertas del cielo, no hay cerrojo en las puertas del templo, la casa está abierta para su señor. ¡Él sale cuando quiere salir! ¡Él entra cuando quiere entrar! (Escena LXXIV, J. C. Goyon, Rituels funéraires de l’ Ancienne Égypte. Ouverture de la bouche, París, 1972). Estas palabras, pronunciadas ahora por los sacerdotes y no por los componentes del cortejo fúnebre como en el caso que se ha expuesto anteriormente, vuelven a dejar patente el poder que, según la sociedad egipcia, tenía la magia simpatética para convertir en realidad el contenido de las fórmulas pronunciadas.  

 

¿UNA DEMOCRATIZACIÓN FINAL DE LOS DESTINOS DE ULTRATUMBA?

      ὃς δ᾽ ἂν ἢ αὐτῶν Αἰγυπτίων ἢ ξείνων ὁμοίως ὑπὸ κροκοδείλου ἁρπασθεὶς  
      ἢ ὑπ᾽ αὐτοῦ τοῦ ποταμοῦ φαίνηται τεθνεώς, κατ᾽ ἣν ἂν πόλιν ἐξενειχθῇ,    
      τούτους πᾶσα ἀνάγκη ἐστὶ ταριχεύσαντας αὐτὸν καὶ περιστείλαντας ὡς
      κάλλιστα θάψαι ἐν ἱρῇσι θήκῃσι· οὐδὲ ψαῦσαι ἔξεστι αὐτοῦ ἄλλον οὐδένα
      οὔτε τῶν προσηκόντων οὔτε τῶν φίλων, ἀλλά μιν αἱ ἱρέες αὐτοὶ τοῦ Νείλου
      ἅτε πλέον τι ἢ ἀνθρώπου νεκρὸν χειραπτάζοντες θάπτουσι. 

      Si uno de los propios egipcios o igualmente de los extranjeros se encuentra atrapado por un cocodrilo,
       o ahogado en el río, la ciudad en la que el cuerpo es lanzado a la tierra tiene la estricta obligación,
       tras  embalsamarlo y adornarlo de la manera más bella que se pueda, de enterrarlo en un ataúd sagrado;
       y no es posible que ninguno de sus parientes o de sus amigos lo toque, sino que los sacerdotes mismos
       del Nilo lo entierran por su mano como si se tratara de algo mejor que el cadáver de un hombre.

                                                                         HERÓDOTO DE HALICARNASO, Historia, II, 90
 

     El término de resurrección, demasiado connotado para nosotros por la cultura judeocristiana, era diferente para los egipcios. En la tradición cristiana el concepto de resurrección se refiere a lo material, al cuerpo; se habla, por tanto, de la resurrección de la carne, y de la reunión de cuerpo y alma. En la cultura egipcia, resurrección no debe entenderse como un nuevo regreso del cuerpo a la vida material y animada: para los egipcios nunca se dará la vuelta al estado físico anterior a la muerte. La muerte es definitiva, es un cambio irreversible de estado ontológico, diferente a la vida terrenal, pero no necesariamente negativa. El cuerpo nunca volverá a estar vivo como en su condición anterior, sino que asume un nuevo estado inanimado definitivo. Este nuevo estado conlleva la separación de los elementos que componen al individuo, y que antes estaban juntos: cuerpo, nombre, ka, ba, aj,… Por eso, estos elementos nunca volverán a estar unidos. La necesidad de la preservación del cuerpo en la cultura egipcia no se debe a que el cuerpo vaya a volver a la vida física anterior en un determinado momento, sino a que es necesario un soporte físico con la forma del difunto para conservar su especificad y que el ka pueda sobrevivir: en caso de destrucción del cuerpo, una estatua del difunto, o su nombre escrito o incluso pronunciado podrían servir para este fin.

    Entre los destinos de ultratumba de un individuo cualquiera y del Rey había una diferencia esencial en la concepción egipcia de la muerte. El Rey, por definición, estaba integrado ya en el orden del cosmos; su muerte no significa un cambio importante, porque el trono nunca queda vacante. De hecho, el trono siempre está ocupado por Horus, el hijo de Osiris: el Rey vivo es Horus, y el Rey muerto es Osiris. Esta concepción está estrechamente relacionada con el hecho de que los textos y la iconografía regia sean arquetípicos y mitológicos; a diferencia de los textos y la iconografía de los particulares, nunca se refieren a actos como el cortejo funerario o el entierro, representaciones frecuentes, en cambio, en las tumbas no reales. Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que, mientras que en el Reino Antiguo sólo el Rey muerto es considerado Osiris, después del Primer Período Intermedio, todos los individuos, al morir, se identifican con Osiris: a partir de este momento, es frecuente que todo individuo utilice los textos y los ritos que anteriormente sólo utilizaban de forma exclusivista los reyes. Al igual que en el mito de Osiris la supervivencia de éste depende de los cuidados de su hijo Horus, el destino de cualquier fallecido depende de los servicios funerarios de parte de su hijo; cuando un individuo carece de hijo, un sacerdote se encarga de dichos servicios funerarios.

    Así pues, los textos funerarios egipcios son en cada caso, dependiendo de si se refieren a reyes o a particulares, diferentes. Los textos funerarios que se han representado en las tumbas de los faraones contienen la descripción de un mundo arquetípico y mitológico, careciendo, por tanto, de individualidad o de datos históricos. En ninguno de los textos funerarios reales, ni en los Textos de las Pirámides menfitas, ni en los textos funerarios de los hipogeos reales del Valle de los Reyes en Tebas, se han inscrito biografías reales específicas con hechos puramente históricos, sino que sólo se representan arquetipos y motivos míticos: en ellos se representa al arquetipo mítico del Faraón vivo (a imagen de Horus), o muerto (a imagen de Osiris) y su historia mitológica. En los textos funerarios reales también es frecuente que se describa el mundo del Más Allá y a sus moradores, así como el itinerario, lleno de peligros, que el Rey debe superar para poder revivir. Se trata, por tanto, de una historia mítica y arquetípica válida para la totalidad de los faraones del Antiguo Egipto. En el caso de los textos funerarios de los particulares, sin embargo, destaca la aparición de autobiografías en las que se mencionan los cargos políticos y los méritos del individuo en concreto. Se trata, también, de un modelo, pero no es un arquetipo mítico, sino un estereotipo humano. Según la posición que ocupe, tanto el Rey como cualquiera de sus súbditos como todo ser tiene una función específica en el cosmos. Todos deben mantener la armonía en el cosmos, pero cada uno en su propia posición y nivel. En este sentido, el Rey mantiene la armonía cósmica en tanto que es el mediador entre la humanidad y la divinidad, entre lo social y lo cósmico. Por su parte, los particulares deben contribuir a dicho mantenimiento de la armonía cósmica ciñéndose a unos determinados modelos de comportamiento, a unas normas sociales, y llevando a cabo sus ocupaciones de acuerdo con la propia norma y el modelo. El Rey debe velar por la Maat, la armonía, la verdad, la justicia, lo equilibrado, en una dimensión cósmico-mitológica, y los demás individuos deben velar por ella en una dimensión ético-social. De esta forma, el modelo del Rey está en la mitología, es un arquetipo mitológico inmutable; la historia del Rey es el drama mitológico de Osiris, por lo que en ninguna ocasión aparecen inscritas biografías personales en las tumbas de los reyes. Por su parte, el modelo del particular son los denominados textos sapienciales, que muestran cómo debe ser la actuación moral y socialmente correcta en la vida; es un estereotipo moral, que el particular, en sus autobiografías funerarias, afirma haber seguido a través de sus obras personales y sus cargos políticos.

    Ya en el Reino Antiguo, en la III dinastía, destaca, desde el punto de vista de las creencias religiosas, el paso de las ideas y rituales funerarios de carácter neolítico-agrario, ctónico y osiríaco, a la aceptación de las doctrinas solares, originarias de la región menfita, y, muy especialmente, del clero de Heliópolis. Como se ha afirmado anteriormente, la teología menfita estaba basada en el culto a Re, el dios Sol, vivificador del mundo, siendo su símbolo principal la pirámide, estilización de la colina primordial. La fusión en apariencia paradójica de Re, el símbolo de la vida y de la luz, con Osiris, el dios de los muertos y del renacimiento, es especialmente importante en la religión egipcia, puesto que refleja la propia esencia renovadora de la naturaleza, con la que el dios se identifica. Este proceso de sincretización se desarrollará durante un largo período, ya que, en un primer momento, Osiris es una divinidad alejada del dominio solar. Al final de este proceso, sin embargo, Re y Osiris encarnan fuerzas complementarias en el proceso vivificador: tanto Re como Osiris se manifiestan en un ciclo eterno cuyas fases se repiten periódicamente (puesta y salida del sol, inundación anual del Nilo, ciclos de la luna y las estrellas,…). A partir del Reino Antiguo, durante el Primer Período Intermedio y el Reino Medio, las creencias funerarias egipcias siguieron experimentando importantes cambios. Durante la etapa precedente, los textos mitológicos, que a veces contenían la descripción del viaje del Más Allá y de su topografía, además de motivos arquetípicos, habían estado reservados exclusivamente al Rey difunto (Textos de las Pirámides), mientras que los particulares habían empleado textos estereotipados autobiográficos; ahora, también los particulares empiezan a utilizar textos con motivos míticos anteriormente exclusivos de la realeza. Aunque se ha hablado de una democratización de los destinos de ultratumba, debe tenerse presente que esta expresión no es correcta desde un punto de vista estricto, puesto que en el Reino Antiguo todos los egipcios tenían destino de ultratumba, aunque estos destinos fueran en un principio diferentes para el Rey o para los particulares. En el Primer Período Intermedio y en el Reino Medio, ya podía contar con textos funerarios mitológicos cualquier persona que pudiera costearse una tumba; en cambio, estos textos ya no se representarán en las paredes de la tumba, sino en los sarcófagos (Textos de los Sarcófagos). Los Textos de las Pirámides dejaron de utilizarse con los fines anteriores, y parte de ellos pasó al nuevo corpus. La caída de la monarquía menfita y la consiguiente descentralización del poder durante el Primer Período Intermedio fue lo que indudablemente facilitó que el conjunto de la sociedad pudiera acceder a prerrogativas antes sólo exclusivas de la monarquía. Mientras que en los Textos de las Pirámides se hacía una clara distinción entre el Más Allá celeste, cuyo soberano era el dios Sol (Atum o Re) y reservado sólo al Rey, y el Más Allá subterráneo, cuyo soberano era Osiris y que estaba destinado al resto de los mortales, en los Textos de los Sarcófagos empieza a entreverse una combinación de ambos mundos de ultratumba que terminará con la concepción de un único Más Allá terrestre y celeste al mismo tiempo, destino común y único tanto para el Rey como para los particulares (véase supra). De este modo, si en un principio, durante el Reino Antiguo, Osiris y Re habían sido dos divinidades de ultratumba incompatibles, en estos momentos la sincretización entre ambos finalizará con su fusión en un único dios funerario: Osiris-Re. El Rey y el pueblo compartirán, a partir de ahora, una única teología y simbología. De este modo, si en el Reino Antiguo sólo el Rey se convertía en Osiris al morir, ahora cualquier egipcio se convierte en un Osiris después de muerto. En los textos aparecen las expresiones, por ejemplo, de Osiris Jenu, o de Osiris Najti; el nombre del difunto aparece precedido del nombre de Osiris, hecho que indica su condición de fallecido y su identificación con el dios. Así pues, durante el Reino Nuevo pueden observarse en la cultura egipcia importantes cambios relacionados con la concepción mitológica y religiosa de este período, destacando la fusión definitiva de Osiris y Re en un único dios funerario, fusión que indudablemente es el resultado final de un largo proceso. De hecho, ya a partir de la V dinastía, en el Reino Antiguo, el influjo religioso de Re había impuesto su supremacía sobre los demás dioses, empezando éstos a sufrir una solarización relativamente acentuada. Muy pocas deidades (por ejemplo, Ptah) conservarán su aspecto y cualidades originales. El dios tebano Amón puede considerarse uno de los ejemplos más evidentes de esta solarización; durante la época de la dinastía XVIII, en el Reino Nuevo, se producirá su fusión con Re. Durante el Reino Nuevo, Tebas será la capital del Antiguo Egipto, hecho que influyó en muchos de los nuevos aspectos de la religión egipcia. Aunque en este período se produce, como ya se ha mencionado, la fusión definitiva de Osiris y Re en un solo dios funerario, sin embargo, el universo osiríaco y subterráneo, y no el solar, va a ser el preponderante desde ahora en las concepciones funerarias de los egipcios, tanto de los reyes como de los particulares.  

    De la misma manera que una parte del contenido de los Textos de las Pirámides había sido incluido en los Textos de los Sarcófagos, igualmente parte de los contenidos formulares de estos últimos textos se incluyeron en el corpus de textos funerarios más importante del Reino Nuevo, el Libro de los Muertos, denominado así por R. Lepsius en el S. XIX, aunque los propios egipcios se referían a él como Fórmulas del salir del alma a la luz del día: las fórmulas que contenían asegurarían, a través de la magia simpatética, que el ba del difunto saliera del sepulcro a la luz del día, como símbolo de su renacer en el Más Allá. Como se ha mencionado anteriormente, los Textos de las Pirámides eran de tradición heliopolitana y menfita, y los Textos de los Sarcófagos eran de muy distintas procedencias; en cambio, el Libro de los Muertos era de tradición tebana: fue elaborado a partir de los corpora anteriores existentes por los sacerdotes de Tebas. Los ejemplares más antiguos que se conocen del Libro de los Muertos, procedentes del Valle de las Reinas en Tebas (dinastía XVII), podrían indicar que este nuevo corpus de textos funerarios también surgió exclusivamente para uso de la monarquía. En cambio, aunque se trataría de textos elaborados para miembros de la familia real, pronto su utilización se fue extendiendo a toda la sociedad: cualquier individuo que pudiera costeárselo podía incluir fórmulas del Libro de los Muertos escritas sobre el sudario o las vendas de la momia, además de en otros lugares (en los sarcófagos, en las paredes de las tumbas,…)[9]. Puesto que, al igual que en los textos funerarios anteriores, en el Libro de los Muertos se describían el recorrido al Más Allá, su topografía y los posibles peligros con los que el difunto podía encontrarse, para todo individuo era importante memorizar las fórmulas que contenía, porque, nuevamente mediante la magia simpatética, su conocimiento hacía real su contenido: para poder superar los diferentes peligros, era necesario conocerlos y saber las fórmulas con las que se podía conjurarlos. Las fórmulas contenidas en el Libro de los Muertos son de naturaleza muy variada: algunas se utilizaban para que el difunto se purificara, le fuera devuelta su identidad, su poder mágico, su corazón y su nombre, y también para que su cuerpo no se degenerara. Además, estas fórmulas también podían proteger al difunto de animales maléficos que podía encontrarse en su viaje hacia el Más Allá. De acuerdo con la concepción egipcia, la memoria y la conciencia humanas residía en el corazón; por eso, el corazón le era devuelvo al difunto para que testificara sobre los actos que había llevado a cabo durante su vida ante el tribunal de Osiris. De este modo, y con el fin de que el corazón no testificara en contra del difunto, el Libro de los Muertos contenía una fórmula en la que el propio difunto se dirige a su corazón. Esta fórmula solía inscribirse en los escarabeos del corazón, amuletos que se colocaban en la momia a la altura del corazón: Oh corazón mío de mi madre, oh corazón mío de mi madre, no te alces contra mí como testigo, no me acuses como testigo, no me acuses en el tribunal, no te vuelvas contra mí ante los Adscritos a la Balanza. Tú eres mi ka que está en el cuerpo, el Cnum que revive mis miembros. Si tú te decantas por el bien, estaremos a salvo. No calumnies mi nombre ante el tribunal que asigna su posición a la gente. Será bueno para nosotros, será bueno para el juez, estará contento el corazón de quien juzga. No digas mentiras contra mí ante el dios excelso, señor del Occidente. (…) Colocar las palabras sobre un escarabeo de jade, montado en electro y con un anillo de plata. Sea colgado del cuello del espíritu (Libro de los Muertos, 30). Uno de los capítulos más importantes del Libro de los Muertos es el que contiene el juicio de Osiris: en él se describe cómo el difunto es conducido por el dios chacal Anubis[10]a la sala de las dos Maat, la sala del tribunal de Osiris, donde se encuentra la balanza de la justicia, y, ante los 42 dioses-jueces que forman parte del tribunal, el difunto debe superar la prueba de la psicostasia o pesada del alma en la balanza de la justicia. Anubis u Horus colocan en un plato de la balanza el corazón del difunto, lugar donde permanece su memoria, y en el otro la pluma de la diosa Maat. Thot, el dios escriba, es el encargado de tomar nota del resultado. El difunto realiza entonces la confesión negativa, enumerando, de acuerdo con los 42 jueces, 42 faltas que no ha cometido. Si el corazón pesa demasiado a causa de las faltas, es devorado por el monstruo Ammit; si la balanza se mantiene en equilibrio, el difunto es encontrado justo de voz, y Osiris permite que sea recibido en el Campo de los Juncos. En la confesión negativa, el difunto se dirige a cada uno de los miembros del tribunal, en primer lugar a Osiris y, más tarde, uno por uno, a los 42 jueces: Salud, oh Gran Dios, señor de las Dos Maat. Yo he venido a ti, mi señor, habiendo sido conducido a contemplar tu belleza. Yo te conozco, yo conozco el nombre de los cuarenta y dos dioses que están contigo en este tribunal de las Dos Maat, que viven de la masacre de los malvados, que se tragan su sangre, en el día en que se sopesa la conducta ante Unnefer. (…) Yo he venido a ti, te he traído la verdad y he alejado por ti la maldad. No he cometido maldad contra los hombres. No he maltratado a los bóvidos. No he hecho algo malo en vez de algo justo. No he conocido lo que no debe existir. No he empezado ningún día pidiendo un donativo a quienes tenían que trabajar para mí (…). No he blasfemado contra dios, no he empobrecido a ningún mísero, no he hecho nada que disguste a los dioses (…). No sufriré ningún daño en este país en la sala de las Dos Maat porque yo conozco los nombres de los dioses que se hallan en ella. (…) Oh Lanza-fuego, que sales del templo del ka de Ptah, no he robado alimentos. (…) Oh Come-sangre, que sales del lugar del suplicio, no he matado el ganado divino. (…) Oh Mira-lo-que-trae, que sales del lugar de la casa de Min, no he cometido actos impuros. (…) Oh Manda-gentes, que sales de la Residencia, no he insultado a un dios. Salud a vosotros, oh dioses. Yo os conozco y conozco vuestros nombres. Yo no caeré y vosotros no golpearéis. (…) No se dirá ¡Mentira! en relación a mí ante el Señor Universal, porque yo he practicado la justicia en Egipto (Libro de los Muertos, 125). Toda esta escena tal como se ha descrito ante el tribunal de Osiris, de gran representación en las artes plásticas a lo largo de la historia de Egipto, pertenece esencialmente al Reino Nuevo. En cambio, la concepción en la mente egipcia de un tribunal divino encargado de juzgar las acciones cometidas por cada persona a lo largo de su vida se remonta al Reino Medio; los Textos de los Sarcófagos y las inscripciones de las tumbas de este período ya mencionan la existencia de un tribunal. Según estas inscripciones, los jueces no se reúnen excepto si el difunto ha sido acusado por un tercero. En cambio, en el Reino Nuevo, el difunto ya no era juzgado debido a una acusación particular, sino que todos los individuos debían ser juzgados ante el tribunal de Osiris sobre sus actos en vida.

 

LAS CREENCIAS RELIGIOSAS EN UNA SOCIEDAD DE DISCURSO MÍTICO-RELIGIOSO

    Al analizar la concepción ontológica egipcia de la muerte debe tenerse en cuenta, además, algún otro rasgo característico de las sociedades de discurso mítico-religioso. De hecho, una de las características que definen a estos tipos de sociedades es lo que H. Frankfort denomina multiplicidad de aproximaciones frente a la linealidad cognitiva propia de las sociedades de discurso lógico-científico. De acuerdo con CERVELLÓ AUTUORI, J., Egipto y África. Origen de la civilización y la monarquía faraónicas en su contexto africano (págs. 18-19), el discurso lógico-científico es lineal o sintagmático porque se sucede en el tiempo según el principio de coherencia lógica y causalidad. Así, lo que sigue en el discurso no puede negar o contradecir lo que precede (…); en caso contrario, se llega a la paradoja; un fenómeno tiene causa previa y consecuencias subsecuentes. En cambio, el discurso mítico-religioso es paradigmático, donde se pueden cruzarse los planos de lo expresado y lo evocado, donde cada realidad expresada vale por lo que es pero al mismo tiempo remite a todo el paradigma de nociones donde se integra. En este tipo de discurso, los hechos no son lineales, sino multiplánicos. La coherencia no reside en la linealidad cognitiva, sino en el paradigma, en todo el conjunto de relaciones y sus interconexiones. Los antiguos egipcios con frecuencia expresaban la realidad y su complejidad mediante un conjunto de conexiones e imágenes que se refieren cada una a un aspecto de la propia realidad y, aunque para las sociedades de discurso lógico-científico estas conexiones, desde un punto de vista semántico, se excluirían entre sí, para los egipcios dichas conexiones eran todas válidas, no sólo cada una en su contexto, sino también en conjunto. Como indica Cervelló Autuori, la realidad se define por un conjunto de aproximaciones desde diferentes puntos de vista; cada uno de estos puntos de vista ilustra uno de los múltiples aspectos de la realidad. Así, según Frankfort, el lenguaje egipcio dependía de imágenes concretas, y no expresaba lo irracional mediante modificaciones cualitativas de una idea central, sino admitiendo varias vías de acercamiento a la vez: así es como intentaba describirse una realidad de carácter poliocular. Además, las sociedades de discurso mítico-religioso se caracterizan por la integración frente a la clasificación propia de las sociedades de discurso lógico-filosófico: el discurso lógico occidental es un discurso clasificatorio, al requerir la organización de los datos mediante algún criterio para su comprensión, como consecuencia de la objetivación y singularización de la realidad. El individuo egipcio, en cambio, considera al cosmos no como un quid, sino como un tú, con el que puede dialogar. Los antiguos egipcios intentaban comprender el mundo aislando las distintas relaciones de un hecho y después considerándolas en conjunto, mediante una visión multiplánica. Un ejemplo de la multiplicidad de aproximaciones, mencionado en Cervelló Autuori, aparece en los Textos de las Pirámides, cuando a Horus se le denomina hijo de Osiris e hijo de Hathor; literalmente; desde un punto de vista sintagmático, ambas expresiones serían contradictorias, porque Osiris y Hathor nunca se unen en hierogamia en la religión egipcia. Sin embargo, desde el punto de vista de la multiplicidad y de las aproximaciones simbólicas, decir que Horus es hijo de Osiris equivaldría a decir que Horus es el Rey vivo, porque Osiris es el Rey muerto, y decir que Horus es hijo de Hathor sería decir que Horus es el gran dios cósmico, el halcón celeste, porque Hathor es el cielo (Hut-Hor, la casa de Horus). Este principio de la multiplicidad de aproximaciones característico del discurso mítico-religioso aparece de manifiesto también en otros pasajes de los Textos de las Pirámides: según la soteriología solar heliopolitana, el Rey, desde la pirámide, debe comenzar el proceso de ascensión hacia su padre Re. Esta ascensión puede llevarse a cabo de diferentes formas o mediante distintos medios: Una escala al cielo se coloca para mí, para que pueda ascender por ella al cielo, y asciendo en el humo de la gran incensación. Subo volando como un pájaro y desciendo como un escarabajo; subo volando como un pájaro y desciendo como un escarabajo sobre el trono vacío que está en tu barca, oh Ra (Textos de las Pirámides, 365-366).

    En este momento, debemos plantearnos si hechos como las profanaciones de tumbas cuestionarían en ocasiones las creencias funerarias egipcias y la concepción ontológica de la muerte en el Antiguo Egipto. Las profanaciones de las tumbas eran prácticas regulares y arqueológicamente documentadas en el Antiguo Egipto desde los primeros tiempos. Uno de los papiros redactados en el año decimoséptimo del reinado de Ramsés IX, de siete columnas de longitud, contiene una lista de ladrones de metales que actuaron en las tumbas reales; figuran escribas, mercaderes, barqueros, guardianes del templo,… La posibilidad de que una tumba pueda ser ultrajada es un miedo constante presente en el conjunto de la sociedad egipcia que se manifiesta en algunas fórmulas inscritas en las tumbas más antiguas. En los textos funerarios egipcios son frecuentes las maldiciones contra quienes no respeten la integridad de las tumbas, o incluso contra los que no lleven a cabo la previsión de las ofrendas. Muchas de las fórmulas de los textos funerarios egipcios se inscribían, de esta forma, para evitar que el difunto viera interrumpida su vida en el Más Allá debido a daños en su tumba, en su ajuar o por negligencia en el cumplimiento del culto funerario: Oh Atum, pon tu protección sobre este Rey, sobre esta pirámide suya y sobre esta construcción del Rey; evita cualquier cosa que suceda con maldad contra ella para siempre, como pusiste tu protección sobre Shu y Tefnut (Textos de las Pirámides, 1654, Reino Antiguo). Por otra parte, las lamentaciones por las profanaciones de tumbas, especialmente en momentos de crisis, están atestiguadas en textos como el siguiente: ¡Ay de mí por la miseria de estos tiempos! (…) Hete aquí que aquél que estaba enterrado como halcón [el Faraón, identificado con Horus] es arrancado de su sarcófago. El secreto de las pirámides es violado. El ureo ha sido echado de su guarida. Los secretos del rey del Alto y del Bajo Egipto son revelados… (Lamentaciones de Ipu el Noble, Primer Período Intermedio). El castigo a los profanadores de las tumbas y la confesión de éstos está también atestiguado: Investigación. El quemador de incienso Nesamón llamado Tjaybay del templo de Amón fue traído. El gobernante le hizo prestar juramento, y él dijo: Si digo una falsedad puedo ser mutilado y enviado a Etiopía. Le dijeron: Cuéntanos la historia de tu salida con tus cómplices para atacar las Grandes Tumbas, cuando sacasteis esta plata de allí y os apropiasteis de ella. Dijo: Fuimos a una tumba y de ella sacamos algunas vasijas de plata de allí y las repartimos entre nosotros cinco. Le aplicaron el palo. Dijo: No vi nada más; lo que he dicho es lo que vi. Volvieron a aplicarle el palo. Dijo: Basta, lo contaré… (Papiro 10052, British Museum).

    Las marcadas diferencias sociales y la jerarquización de la sociedad egipcia pudieron ser una de las causas de la profanación de las tumbas, aunque en ningún caso la única. En general, no puede considerarse que las profanaciones de tumbas cuestionen totalmente las creencias funerarias egipcias de toda la sociedad, aunque puede poner de manifiesto que no todas las personas creían en ellas. Esta idea estaba presente, indudablemente, en la sociedad egipcia, como demuestra el simple hecho de la existencia de maldiciones para quienes no respeten la integridad de las tumbas: si en los textos funerarios aparecen  maldiciones contra quienes no respeten las tumbas antes de que se haya podido producir una profanación, es porque se tiene conciencia de que dicha profanación puede llegar a ocurrir por parte de alguien que no respete las creencias funerarias egipcias, o incluso por un individuo que sí asuma las creencias religiosas de la sociedad egipcia. Debe pensarse, una vez más, en el concepto de caos en el Antiguo Egipto. Las profanaciones de tumbas eran para los antiguos egipcios, al igual que la muerte misma, las rebeliones internas o las invasiones extranjeras, una manifestación del caos. Estas manifestaciones del caos estaban previstas, de acuerdo con la concepción ontológica de los egipcios, desde los tiempos primordiales; como ya se ha mencionado, en el Antiguo Egipto el cosmos se consideraba una sucesión cíclica de orden y caos, era un equilibrio entre ambos. Las creencias religiosas egipcias también hacían referencia a los hechos negativos y su origen (enfermedades, guerras, plagas,…); considérense, por ejemplo, los peligros que el difunto debía superar en el Más Allá, o la creencia en la existencia de espíritus malignos. Todos los hechos, tanto los positivos como los negativos, estaban interrelacionados, al tratarse de una sociedad de discurso mítico-religioso, integradora y no clasificadora. Debe tenerse en cuenta, además, que el sistema religioso en el Antiguo Egipto no era una opción ideológica, sino un universo de discurso mítico-religioso. Puesto que el universo consiste en un equilibrio constante entre fuerzas opuestas, el mal tiene su lugar indicado, y es contrarrestado por el bien; es por ello, por lo que las actuaciones no honestas de algunos individuos es algo previsto en el propio sistema religioso de la sociedad. En este sentido, deben destacarse unos versos de la obra El ladrón devoto, del poeta español Gonzalo de Berceo, pertenecientes al s. XIII; la sociedad medieval europea en general y la española en particular eran también sociedades de discurso mítico-religioso: Era un ladrón malo que más querié hurtar/ que ir a la eglesia nin a puentes alzar/ (…). Entre las otras,  malas avié una bondad/ que li vahó en cabo e dioli salvedat;/ credié en la Gloriosa de toda voluntat,/ saludávala siempre contra la su magestat (Gonzalo de Berceo, El ladrón devoto, versos 1-2, 9-12). Estos versos revelan, posiblemente, una realidad espiritual similar a la del Antiguo Egipto. 

    En sentido estricto, y tal como la tradición judeocristiana lo ha transmitido, el concepto de pecado no existía en el Antiguo Egipto. Aunque muchas palabras egipcias denotan aspectos negativos, ninguna puede traducirse de manera exacta por pecado. Debe tenerse presente que la propia palabra pecado deriva del término latino peccatum, que en origen significaba falta, y no necesariamente tenía connotaciones religiosas.  Para el egipcio antiguo, sus malas acciones no eran puramente pecados, sino perturbaciones del orden del universo, manifestaciones del caos, y como tales, podrían suponerle desgracias. Sin embargo, un egipcio nunca era considerado indigno del favor de los dioses; también en el sistema religioso egipcio había espacio para el perdón. El cambio de un individuo a una vida mejor desde el punto de vista moral no requería en realidad arrepentimiento, sino comprensión. En el Antiguo Egipto, el hombre que comete faltas es un sordo a las palabras de los sabios; de acuerdo con la afirmación de Ptahhotep, es alguien que no oye: Aquél a quien dios ama, le escucha; pero aquél a quien dios odia, no le escucha. Es el corazón el que hace que su poseedor sea alguien que escucha o alguien que no escucha. El corazón es la fortuna del hombre (…). Pues para un loco que no escucha, no puede hacer nada en absoluto. Éste considera el conocimiento como ignorancia y el bien como mal. Vive de aquello de lo que se muere; su alimento es la falsedad. El odio por parte de un determinado dios hacia aquél que no actúa de acuerdo con lo establecido socialmente no es, sin embargo, de tipo ético como puede serlo en la cultura judeocristiana, sino de tipo cósmico, en tanto que supone una perturbación del orden del cosmos. La propia fuerza cósmica destruye al hombre que comete faltas, porque no está en armonía con Maat, el orden del universo. Cuando alguien cometía una falta, no actuaba, en primera instancia, contra un dios determinado, sino contra Maat, contra el orden del universo que los propios dioses defendían. Es por eso por lo que el tema de la ira del dios, tan frecuente en la tradición judeocristiana, es casi inexistente en la literatura y en el pensamiento egipcios: si un individuo comete faltas, no es que el dios lo rechace, sino que es un ignorante de las enseñanzas de los sabios que, finalmente, es castigado. Los dioses a quienes, en los textos, daban las gracias o rezan los devotos difieren en cada caso, puesto que cada individuo podía sentirse más relacionado con una divinidad o con otra, pero el espíritu del propio texto, e incluso en ocasiones las palabras, son similares. A diferencia de lo que ocurre en religiones como la griega, en el Antiguo Egipto los dioses sólo se diferenciaban por sus campos de actuación, no tanto por sus caracteres, al no estar totalmente individualizados[11]. Por otra parte, el concepto de accidente, tan frecuente en las sociedades de pensamiento lógico-científico, no existe, sin embargo, en la mayor parte de las sociedades antiguas[12]. Los hechos que suceden, de acuerdo con las sociedades de discurso mítico-religioso, tanto negativos como positivos, han sido establecidos por el destino, por el proceder del cosmos, y son manifestaciones, si son negativos, del caos, y, si son positivos, del orden, de Maat. El accidente fortuito no existe, porque todo hecho está predestinado. Es precisamente por esta concepción por la que ambos tipos de hechos, positivos y negativos, están previstos, desde los tiempos primordiales, por el propio sistema religioso.

 

CONSIDERACIONES FINALES

                πατρίοισι δὲ χρεώμενοι νόμοισι ἄλλον οὐδένα ἐπικτῶνται. (…)
   Ἑλληνικοῖσι δὲ νομαίοισι φεύγουσι χρᾶσθαι, τὸ δὲ σύμπαν
                εἰπεῖν, μηδ᾽ ἄλλων μηδαμὰ μηδαμῶν ἀνθρώπων νομαίοισι.

                 [Los egipcios] siguen los usos patrios, y rechazan cualquier otro. (…)
                 Evitan adoptar costumbres griegas, y, por decirlo todo,
                 no aceptan ningún uso de ningún otro pueblo.

                                            HERÓDOTO DE HALICARNASO, Historia, II, 79, 91

    Aunque entre las creencias y los rituales funerarios del Reino Antiguo y del Reino Nuevo existen algunas diferencias esenciales, puede considerarse que la concepción ontológica de la muerte para los antiguos egipcios no cambió de forma significativa a lo largo de su historia. Así, en el Reino Antiguo, tiene lugar la aceptación final de las doctrinas solares características de la teología menfita, aceptación íntimamente relacionada con el hecho de que, durante el Reino Antiguo, Menfis era la capital del Egipto unificado. Posteriormente, en el Reino Nuevo, Tebas será la capital del Antiguo Egipto. Debido al influjo de Re, el dios Amón va a iniciar un proceso de solarización hasta desembocar en su sincretismo con Re. Por otra parte, otro proceso de sincretización, el del dios Osiris con Re, se verá también totalmente culminado en el Reino Nuevo. Además, durante el Reino Nuevo, como parte de un proceso iniciado en el Primer Período Intermedio, época de grandes cambios religiosos y sociales, y caracterizada por una marcada descentralización política, todos los individuos, y no sólo el Rey, al morir, pasan a identificarse con Osiris: cualquiera que pudiera permitírselo podía, desde ese momento, servirse de los textos y de los rituales antes reservados al Faraón. Los motivos arquetípicos y mitológicos propios de las tumbas de los reyes serán también utilizados por los particulares, además de otros motivos biográficos y relativos al cortejo fúnebre y al entierro, ausentes, generalmente, en las tumbas de los faraones. Durante el Reino Nuevo, algunos de los actos funerarios más característicos de la sociedad egipcia, como el cortejo fúnebre, empiezan a documentarse más ampliamente; otros, cuyos más antiguos testimonios pertenecen al Reino Antiguo, como el ritual de la apertura de la boca, continúan llevándose a cabo. Es también en el Reino Nuevo cuando todos los individuos deben declarar ante el tribunal de Osiris durante el juicio divino (psicostasia), y no sólo los acusados de manera particular. Desde el punto de vista textual y arqueológico, pueden apreciarse, también, diferencias esenciales entre ambas épocas. De esta forma, las pirámides, construcciones utilizadas como tumbas por los reyes, que llegarán a ser un símbolo solar del Faraón, paulatinamente dejarán de construirse con esa función; la mayoría de los faraones del Reino Nuevo pasarán a enterrarse en hipogeos en el Valle de los Reyes. Entre los ataúdes y los sarcófagos, así como en los ajuares (estatuillas, vasos canopos, objetos personales del difunto,…), de cada época también puede observarse una considerable diferencia, en ocasiones relacionada con el desarrollo de las técnicas. Otros elementos característicos de los ajuares funerarios egipcios, no existentes o ya con antecedentes en el Reino Antiguo, como las máscaras funerarias o los amuletos, se generalizan durante el Reino Nuevo. En el Reino Nuevo serán los pasajes del Libro de los Muertos y no de los Textos de las Pirámides los que figuren en las tumbas tanto regias como particulares, y los que aparezcan escritos en otro tipo de soportes blandos, como en los sudarios o las vendas de los cuerpos. Aunque en cada época se utilizaron diferentes textos religiosos, éstos tendrán, sin embargo, en ambos períodos, la misma función: contribuir a la supervivencia y al bienestar del difunto en el Más Allá.

    A pesar de estas diferencias doctrinales, textuales, rituales y arqueológicas, expuestas anteriormente de manera muy somera, el concepto ontológico de la muerte y la reacción del individuo ante ella permaneció en su esencia. Tanto en una época como en la otra, los egipcios concebían la muerte como el paso a un estado trascendental, paso que formaba parte de los ciclos de la vida y de la naturaleza. El difunto, como aj, llega a integrarse en el orden cósmico, y su esencia permanece inalterable. El cosmos es, además, para los egipcios, una unidad esencial formada por una multiplicidad de seres; cada ser está en relación con los demás seres, y cada uno de ellos debe intentar mantener, a su nivel, la armonía cósmica. Así pues, mientras que el Faraón contribuye a esta armonía a través de la mediación que ejerce entre lo cósmico y lo social, el resto de los individuos deben ceñirse a unas pautas de comportamiento moral y socialmente aceptables. Este hecho aparecerá reflejado con frecuencia en el mundo funerario: debido a que el trono está siempre ocupado por Horus, la muerte del Faraón no supone un cambio esencial, porque, por naturaleza, ya está integrado en el cosmos, y, por ello, en las tumbas reales sólo aparecen motivos mitológicos y arquetípicos. Los particulares, en cambio, deben manifestar que han contribuido a la armonía cósmica actuando de acuerdo con la moral; será en sus tumbas donde incluyan autobiografías estereotipadas con los méritos que han conseguido en la vida. Así, la idea de que el universo es un equilibrio de fuerzas opuestas, y de que a las manifestaciones del caos, como la muerte, siempre se impone el orden, no desapareciendo por tanto la realidad ontológica del individuo, sino manteniéndose en su esencia, será fundamental para la comprensión del conjunto de creencias funerarias de la sociedad del Antiguo Egipto.   

Madrid, julio de 2009

NOTAS
[1] Esta idea aparece ya en algunos de los primeros filósofos griegos, como Empédocles de Agrigento, para el que la realidad era un reinado sucesivo de Odio (el caos) y Amistad (el orden), y Heráclito de Éfeso, que llegó a afirmar que la guerra es el padre de todas las cosas; para Heráclito, la armonía surge de la lucha de contrarios, y desear, como Homero, que finalice la guerra significaría desear una ruptura del equilibrio del cosmos, una destrucción del universo.
[2] La concepción circular del tiempo existente en las culturas egipcia y griega lleva a la idea, también existente entre ambos mundos, de que la creación no significa crear de la nada. La creación no es una creación ex nihilo: la materia existe ya, y la creación consiste en transformar, en ordenar la materia caótica.
[3] Debe tenerse en cuenta que, aunque el Faraón era de esencia divina, su coronación como dios no era una apoteosis, ya que su divinidad no se proclamaba en un determinado momento como ocurría con ciertos personajes de la cultura griega o con los emperadores romanos; su coronación era, por tanto, una epifanía. Por otra parte, en Egipto era, además, el Faraón el que mantenía el orden cósmico; la función del rey era mantener la armonía entre la sociedad y la naturaleza.
[4] En Egipto, el sol es un símbolo del orden cósmico, gobernando los cambios cíclicos del día y la noche, de las estaciones y de los años; al adorarse al sol como creador, como ordenador del mundo (véase la nota 2), se pone énfasis en el aspecto cósmico de la creación. El sol es, por tanto, en la cultura egipcia, el creador, el que impone orden en el caos: Apofis, la serpiente de las tinieblas, es derrotada por Re todos los amaneceres. De hecho, tanto en Egipto como en el mundo clásico, el sol es sol invictus: cada salida del sol es una victoria sobre las tinieblas, y cada puesta de sol es una entrada forzosa en el Infierno, donde los peligros acosan al dios-sol. 
[5] FRANKFORT, La religión del Antiguo Egipto, Barcelona, 1998, págs. 175-176.
[6] Con frecuencia, se ha señalado que la diferencia cualitativa entre ambos discursos puede convertirse en un impedimento para la comprensión de uno de ellos. Ya Aristóteles (Metafísica, II, 1000a) señalaba que entre mythos y logos la separación es ahora tal que la comunicación ya no existe; el diálogo es imposible, la ruptura está consumada. Incluso cuando parecen contemplar el mismo objeto, apuntar en la misma dirección, los dos géneros de discurso permanecen mutuamente impermeables. Escoger un tipo de lenguaje es, desde ahora, despedirse del otro (J. P. VERNANT, Mito y sociedad en la Grecia antigua, 1982, págs. 176-177, y mencionado en VV. AA., Antropología de la religión. Una aproximación interdisciplinar a las religiones antiguas y contemporáneas, Barcelona, 2003). En cambio, debe tenerse en cuenta que, desde el punto de vista temporal, el desarrollo del discurso lógico está muy limitado, puesto que sólo se da en la cultura grecorromana y en el mundo occidental a partir del s. XVI hasta la actualidad, y siempre en contextos culturales en los que también está presente el otro tipo de discurso (véase VV. AA., Antropología de la religión. Una aproximación interdisciplinar a las religiones antiguas y contemporáneas, Barcelona, 2003, págs. 102-107).
[7] VV. AA., Antropología de la religión. Una aproximación interdisciplinar a las religiones antiguas y contemporáneas, Barcelona, 2003, págs. 102-107.
[8] Las creencias egipcias sobre la supervivencia en el Más Allá a veces fueron puestas en duda, y principalmente en momentos de crisis, como se desprende del himno reproducido delante de la representación de un cantor que está tocando el arpa en la capilla del rey Antef, que reinó a finales del Primer Período Intermedio. No deja de ser llamativo que este himno fuera precisamente reproducido en una capilla funeraria:  Una generación pasa y otra perdura desde el tiempo de los antepasados. Los dioses que se han manifestado en otros tiempos descansan en sus pirámides. Los nobles espíritus, igualmente, están sepultados en sus tumbas. Los que han construido edificios cuyo emplazamiento ya no existe, ¿qué ha sido de ellos? (…) ¿Dónde están sus tumbas? Sus muros han caído, ya no existen sus tumbas. Es como si nunca hubieran existido. No hay difuntos que vuelvan del Más Allá y que cuenten su estado y que cuenten sus cuitas y que aplaquen nuestro corazón hasta que nosotros lleguemos al lugar donde ellos han ido. (…) ¡Alegra, pues, tu corazón! (…) Pon mirra sobre tu cabeza, vístete de finos ropajes, perfúmate con perfumes exóticos, propios de un dios. (…) Transcurre feliz el día y no desfallezcas. Mira, nadie se ha llevado sus cosas consigo. Mira, nadie ha regresado jamás.
[9] En su mayor parte, durante el Reino Nuevo las fórmulas del Libro de los Muertos se escribían sobre soportes blandos, como en sudarios o vendas de momias, a diferencia de lo que había ocurrido con los corpora de textos funerarios precedentes, que se habían inscrito sobre las paredes de las tumbas (Textos de las Pirámides) o en los sarcófagos (Textos de los Sarcófagos).
[10] Este tipo de dioses egipcios tiene, también, su paralelismo en la religión griega. En la llegada del alma del fallecido al Más Allá desempeñaba un papel fundamental, en la mitología griega, Hermes, en su carácter de psicopompo. Este carácter de dios psicopompo será desempeñado, en la cultura egipcia, por los dioses chacales, y, además de por Anubis, por Upuaut, el abridor de caminos, que guía a los difuntos mostrándoles los caminos que conducen al Más Allá.
[11] Como E. Hornung expone en su obra El Uno y los Múltiples. Concepciones egipcias de la divinidad (pág. 52), la religión egipcia (…) conservó la pluralidad de los dioses hasta el final; cuando un texto se refiere simplemente a dios, es porque deja al receptor la opción de escoger el dios con el que se siente más relacionado, o el dios principal local del lugar del que fuera originario. Como afirma Hornung, incluso un monoteísmo dentro de la religión egipcia que hubiera estado limitado a ciertas épocas y personas y que hubiera sido al menos defendido por Akhenatón en la fase más tardía de su doctrina junto a la creencia popular y en contra de ésta, no se deja confirmar en los textos sapienciales. 
[12] Al igual que ocurría en la cultura egipcia, en la cultura griega predomina en la concepción ontológica del cosmos el concepto de destino o moira, una fuerza de carácter superior contra la que nada pueden hacer ni los hombres ni los dioses: el plan, el proceder del universo, es inamovible. Ésta es una idea frecuente en la literatura griega, ya desde Homero: τῶν ἦρχ᾽ Ἄδρηστός τε καὶ Ἄμφιος λινοθώρηξ/ υἷε δύω Μέροπος Περκωσίου, ὃς περὶ πάντων/ ἤιδεε μαντοσύνας, οὐδὲ οὓς παῖδας ἔασκε/ στείχειν ἐς πόλεμον φθισήνορα· τὼ δέ οἱ οὔ τι/ πειθέσθην· κῆρες γὰρ ἄγον μέλανος θανάτοιο (HOMERO, Ilíada, II, 830-834), de éstos eran jefes Adresto y Anfio, de coraza de lino,/ hijos los dos de Mérope Percosio, que sobre todos/ conocía las artes adivinatorias, y no permitía a sus hijos/ marchar a la exterminadora guerra; pero ninguno de los dos/ lo obedeció en esto; pues las parcas de la negra muerte los guiaban. En la literatura egipcia, esta concepción aparece también esbozada en El príncipe predestinado y en la Historia de Sinuhé, en la que el propio Sinuhé, dirigiéndose a la divinidad, pide: ¡Oh dios, quienquiera que seas, que has predestinado esta huida, sé clemente, devuélveme a la corte! Es posible que me concedas volver a ver el lugar donde mi corazón no cesa de estar. ¿Qué hay más importante para mí que ser enterrado en Egipto, siendo así que yo he nacido allí? ¡Ven en mi ayuda! (Historia de Sinuhé, B, 155- B, 160). Posteriormente, Sinuhé explica: Con respecto a esta fuga que hizo este humilde servidor, no fue premeditada, no estaba en mi corazón, yo no la había preparado. Yo no sé quién me alejó del lugar (en el que yo estaba). Fue como una especie de sueño, como cuando un hombre del Delta se ve en Elefantina, o un hombre de las marismas en Nubia. Yo no había sentido miedo, no se me había perseguido, no había escuchado palabra alguna injuriosa, y mi nombre no había sido oído en boca del heraldo. Pese a ello, mis miembros temblaron, mis piernas emprendieron la huida, y mi corazón me guió: el dios que había determinado esta fuga me empujó (Historia de Sinuhé, B, 220- B, 230).
 
 
BIBLIOGRAFÍA

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FRANKFORT, H., La religión del Antiguo Egipto: una interpretación, Barcelona, 1998

GOYON, J. G., Rituels funéraires de l’ Ancienne Égypte. Ouverture de la bouche, París, 1972

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LEFEBVRE, G., Mitos y cuentos egipcios de la época faraónica, Madrid, 2003

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VV. AA., Antropología de la religión. Una aproximación interdisciplinar a las religiones antiguas y contemporáneas, Barcelona, 2003

VV. AA. (edición de SHAW, I.), Historia del Antiguo Egipto, Madrid, 2007

 

 

 
 

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