��� La concepci�n de la muerte en la cultura egipcia, como en una gran cantidad de culturas, parte de la idea de que, al morir, el individuo no deja de existir, sino que es conducido a un nuevo estado: la realidad ontol�gica del individuo no desaparece, sino que se da en unas nuevas condiciones. De esta idea b�sica surge, por tanto, la creencia en un M�s All�, �ntimamente relacionada con el concepto de cosmos de la cultura egipcia, y desempe�ando en este sentido algunos dioses (en este caso, entre otros, el dios Osiris) funciones esenciales. Aunque generalmente se caracteriza a los egipcios como un pueblo obsesionado con la muerte, puesto que los monumentos m�s conocidos de la cultura egipcia son sus monumentos funerarios (las distintas pir�mides de los Reinos Antiguo y Medio y los hipogeos reales), un atento examen de las fuentes arqueol�gicas egipcias y de los textos que conservamos manifiesta una idea totalmente diferente de la concepci�n ontol�gica de la muerte en el Antiguo Egipto.
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LA MUERTE COMO MANIFESTACI�N DEL CAOS
��� De acuerdo con la concepci�n egipcia, el universo es un equilibrio constante de las fuerzas opuestas de orden y caos. De este modo, los cambios, las manifestaciones del orden o del caos, son partes de una secuencia prevista, se conciben en t�rminos c�clicos, siguiendo siempre al caos el restablecimiento del orden. Para los egipcios, la muerte era un cambio, una manifestaci�n del caos; para que tenga lugar el restablecimiento del equilibrio del universo, debe integrarse, por tanto, en un orden. As� pues, la muerte no es el final de la vida, sino su interrupci�n; supone un tr�nsito, un cambio de estado, una etapa de cada individuo, pero no el final de la existencia del propio individuo. La idea del universo como un conjunto equilibrado de las fuerzas de caos y orden aparece, tambi�n, en la cultura griega; la propia palabra griega cosmos, adem�s de universo, significa orden: de acuerdo con la concepci�n ontol�gica griega, el universo se hallaba en perfecto orden[1]. Esta idea tanto egipcia como griega de que el universo es un equilibrio de fuerzas opuestas, teniendo lugar los cambios de forma c�clica, est� �ntimamente relacionada con una concepci�n circular del tiempo: los cambios se dan de manera c�clica y constante, y el tiempo no tiene principio ni fin[2]. Esta idea puede analizarse, por ejemplo, en el caso de la cultura egipcia, en la figura del Fara�n: cuando un determinado rey hab�a muerto, se convert�a en Osiris, y el nuevo rey sub�a al trono como Horus, el hijo de Osiris. El dios Horus se encarnaba continuamente en la figura del Fara�n, y los nombres de los reyes individuales serv�an s�lo para designar las encarnaciones sucesivas, trat�ndose en realidad siempre del mismo dios, de Horus[3]. De esta forma, en la cultura egipcia, la idea sobre el car�cter c�clico de los cambios en la naturaleza, al tratarse el cosmos de un equilibrio de fuerzas opuestas, y la idea del car�cter circular del tiempo, que conduce a su vez a la concepci�n de la creaci�n como proceso de ordenaci�n del cosmos y no como creaci�n ex nihilo, influyeron de forma indudable en la concepci�n ontol�gica de la muerte[4]. Al ser la muerte un cambio de estado en el individuo, es una manifestaci�n del caos, y por eso este cambio debe ser reconducido a un orden, a un nuevo estado de equilibrio. As� pues, para los antiguos egipcios, tras la muerte el individuo es conducido a una nueva forma de vida; el difunto vuelve a estar en plenitud, y de hecho puede participar en el mundo de los vivos. Ya desde el tercer milenio a.C., se cre�a que un muerto convertido en aj pod�a actuar a favor de los vivos: los egipcios, aunque cre�an que los difuntos depend�an de sus tumbas y se manifestaban en sus baw, tambi�n se refer�an a ellos como ajw, como seres sobrenaturales, ya integrados en el orden c�smico: a pesar de que la tumba era un recept�culo para el difunto, un lugar para la transfiguraci�n, la existencia del difunto no quedaba limitada a la propia tumba. Los vivos pod�an solicitar, por tanto, ayuda a los muertos, a pesar de que �stos pudieran estar en otra dimensi�n. �ste es un tema ampliamente documentado en los textos egipcios, como en el caso de la Instrucci�n de Amenemes a su hijo Sesostris, texto en el que el rey muerto, Amenemes, le relata su propio asesinato a Sesostris; y, en el papiro judicial de Tur�n, en el que el fara�n Rams�s III, ya difunto, nombra a los miembros del tribunal que deben juzgar a los responsables del intento de su propio asesinato. Adem�s, del mismo modo que en vida un egipcio com�n necesitaba a menudo ganarse la protecci�n de alg�n alto oficial para encarar un pleito, se cre�a que el esp�ritu de estos hombres pod�a ser igualmente influyente en el M�s All�, y por eso la gente depositaba ofrendas en sus tumbas o colocaba en ellas estatuas y estelas. Las cartas que los egipcios escrib�an a sus familiares muertos a veces est�n relacionadas con problemas legales, como disputas por un bien, consider�ndose que los difuntos pod�an ayudarles siguiendo su caso en una especie de tribunal divino paralelo. Tambi�n, algunas de las cartas revelan que se cre�a que los difuntos conservaban el car�cter que hab�an demostrado en vida. El hecho de que se creyera que un muerto ya como aj pudiera actuar a favor de los vivos implica, ya de por s�, un esfuerzo por parte del individuo de compresi�n de lo irracional; com�nmente, se pensaba que los difuntos se manifestaban en la tierra en la forma de sus baw, y que como ajw no manten�an contacto con la humanidad. A los difuntos se los ve�a como estrellas del norte, ya que las estrellas circumpolares, al no ponerse nunca, eran consideradas inmortales. Debe tenerse tambi�n presente que a los difuntos, como ajw, como esp�ritus transfigurados, nunca se los representaba, porque viv�an en una esfera que no estaba al alcance de la comprensi�n humana[5].
��� Uno de los rasgos esenciales de las sociedades de discurso m�tico-religioso, como la cultura egipcia, frente a aquellas sociedades de discurso l�gico-cient�fico[6], es la repetici�n frente a la singularidad. Como se afirma en VV. AA., Antropolog�a de la religi�n. Una aproximaci�n interdisciplinar a las religiones antiguas y contempor�neas (Barcelona, 2003, p�gs. 102-107), para el individuo de discurso m�tico-religioso el mundo real est� constituido por objetos que responden a arquetipos, y a acciones que repiten actos primordiales: el mundo est� caracterizado, en definitiva, por un eterno retorno. Para estas sociedades, s�lo tiene entidad sustantiva,,s�lo es real, aquello que participa de un algo trascendente creado o instituido en (…) el tiempo primordial. Aquello que no obedece a esta din�mica, es decir, lo profano, (…) es irrelevante; (…) la originalidad, la idea de que algo pueda tener valor por s� mismo, (…) no tiene cabida en el mundo del discurso religioso. Esta idea tiene importantes consecuencias en la concepci�n ontol�gica egipcia de la realidad en general y de la muerte en particular. El individuo m�tico-religioso, como se expone en VV. AA., Antropolog�a de la religi�n. Una aproximaci�n interdisciplinar a las religiones antiguas y contempor�neas (Barcelona, 2003, p�gs. 102-107), s�lo considera los hechos que pueden ser reconducidos a arquetipos; �stos son los hechos reales, y los hechos profanos no interesan. Al reconducirse los hechos particulares a arquetipos, se anula su particularidad, su contingencia hist�rica, y se convierten en uno junto con el arquetipo. El decurso hist�rico se resuelve en un �nico punto: el tiempo primordial. La singularidad se anula a favor de la repetici�n; en la cultura egipcia, por tanto, ni el tiempo hist�rico, ni el g�nero hist�rico existen. De este modo, las guerras de los diferentes faraones contra los enemigos de Egipto se consideran en cierto modo la repetici�n del mito de Horus que vence a Set, y el cumplimiento, la imposici�n, del orden c�smico, de la armon�a c�smica, frente al caos. Es por eso por lo que estos hechos se representan siempre de la misma forma, forma que no cambia desde la �poca predin�stica final hasta el per�odo grecorromano: el Fara�n aplastando a los enemigos vencidos con la maza en alto. Es por eso tambi�n por lo que no se llevaban a cabo biograf�as de los reyes de Egipto: la historia del Fara�n es, como ya se ha mencionado, la historia m�tica de Horus, el Rey vivo, y de Osiris, el Rey muerto[7]. Es en la caracter�stica de la repetici�n frente a la singularidad donde, en �ltima instancia, subyace la concepci�n ontol�gica de la muerte: en el Antiguo Egipto, la muerte es una manifestaci�n del caos, parte de un esquema c�clico predecible, con la que cada persona ser� conducida a un nuevo estado de equilibrio.
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UNA VISI�N ESPIRITUAL DE LA MATERIA. IM�GENES Y MAGIA SIMPAT�TICA
��� Debido a que los egipcios consideraban la muerte como parte de la vida, integraban la muerte en el ciclo de la vida, velaban muy cuidadosamente por la supervivencia de los difuntos, del mismo modo que se preocupaban por la crecida del Nilo o por la prosperidad de sus cosechas. Con la preparaci�n del cuerpo, el ajuar y la tumba se intentaba, as� pues, garantizar la continuidad ontol�gica del individuo entre el tr�nsito de la vida y la muerte. Al estar la muerte integrada en la concepci�n egipcia en los ciclos de la naturaleza (ciclo de las crecidas del Nilo, ciclo de la aparente muerte y renacimiento de la vegetaci�n, ciclos del sol, de la luna y de las estrellas,…), puede considerarse que los egipcios ten�an de la muerte una concepci�n relativamente optimista: la muerte en la cultura egipcia est� incluida en un constante ciclo de renacimientos. Pese a todo, no puede evitarse que se produzca la desaparici�n f�sica real del individuo y la consiguiente sensaci�n de p�rdida f�sica en las personas de su entorno. Esta creencia en la supervivencia del individuo despu�s de la muerte no implic�, en ning�n caso, una desconsideraci�n hacia la vida en la sociedad egipcia: la vida deb�a ser siempre apreciada (incluso en obras en las que en un principio parece sugerirse lo contrario, como en Di�logo de un desesperado con su ba, acaba prevaleciendo el valor de la vida humana). Los egipcios aceptaban la desaparici�n f�sica del individuo, pero armonizaban este hecho con la supervivencia, en �ltima instancia, de la persona. Sin embargo, esta supervivencia no pod�a comprenderse sin la existencia de un soporte f�sico, material, que diera especifidad al individuo. La incapacidad de los antiguos egipcios de imaginar la vida de forma independiente a cualquier sustento demuestra que su mente, y, por tanto, tambi�n su lenguaje, estaban especialmente orientados hacia lo concreto. El difunto precisaba siempre de un cuerpo, de un soporte material, como sustento, porque en �l resid�a su individualidad. Es por ello por lo que en el Antiguo Egipto se dio un gran desarrollo de las t�cnicas de momificaci�n, as� como la presencia de estatuas del difunto en las tumbas de los difuntos; tanto las momias como las estatuas eran soportes f�sicos para el difunto. Si las momias sufr�an alg�n da�o, las estatuas pod�an sustituirlas en su funci�n de proporcionar un sustento f�sico que permitiera la supervivencia del difunto en el M�s All�, debiendo representar a un individuo concreto. Para asegurar completamente esta identificaci�n, se utilizaron tambi�n inscripciones con el nombre y los cargos del fallecido. La tumba es, as� pues, el lugar donde el difunto revive en el M�s All�, del mismo modo que la vivienda es el lugar donde el individuo vive, y crea las condiciones necesarias para la vida en el M�s All�. Por otra parte, para devolver la vida al difunto, era necesario hacerle revivir sus funciones vitales, y, entre otras, su capacidad para comer, a trav�s de la magia simpat�tica. El alimento vuelve a concebirse, de esta forma, como la base esencial de la existencia, d�ndose por tanto la presentaci�n de ofrendas y la colocaci�n de alimentos en las tumbas. El car�cter misterioso de la vida (el hecho de que est� sostenida por la materia, aunque es inmaterial de por s�) condujo a los egipcios no a una visi�n materialista de la vida, sino a una visi�n espiritual del alimento: la propia palabra ka, que designa la fuerza vital impalpable del hombre, significa tambi�n, en plural, alimento. De este modo, las im�genes, la decoraci�n, del interior de las tumbas aportan al individuo lo necesario para sobrevivir en el M�s All�; en el caso de que no se llevara a cabo alguno de los rituales o no se depositaran alimentos en las tumbas, las im�genes asegurar�an la supervivencia del fallecido en el M�s All�, y, as�, su integraci�n en el cosmos.
��� En �ltima instancia y en sentido estricto, lo que se representa en las tumbas no son im�genes de la vida cotidiana, ni los textos han sido escogidos por el difunto con fines �nicamente est�ticos, sino que el significado profundo de la iconograf�a y de los textos funerarios es m�gico: tienen la funci�n de hacer realidad lo que representan o dicen a favor del difunto; lo real son las im�genes y los textos, no la dimensi�n puramente f�sica. Como ilustraci�n de esta concepci�n, y de la importancia que para el egipcio supon�a crearse las condiciones id�neas para su revivir en el M�s All�, puede se�alarse un pasaje del Cuento de Sinuh�, en el que el rey exhorta al propio Sinuh� a volver a Egipto, puesto que su muerte est� cercana, y a disponer de todo lo necesario para garantizarse la supervivencia en el M�s All�: Vuelve a Egipto, para volver a ver la corte en la que creciste, para besar la tierra ante la Doble Gran Puerta, y para que te unas a tus amigos. Pues hoy has empezado a envejecer, has perdido la potencia viril. Piensa en el d�a del entierro, en el paso al estado de bienaventurado. La noche te ser� (entonces) asignada por medio de aceites (de embalsamamiento) y de bandeletas (provenientes) de las manos de Tayt. Se te organizar� un cortejo f�nebre el d�a del sepelio �-una funda de oro (con) la cabeza de lapisl�zuli, un cielo por encima de ti, habiendo sido colocado dentro del sarc�fago; los bueyes te arrastrar�n y los m�sicos (marchar�n) delante de ti-. Se ejecutar� la danza de los Muu en la puerta de tu tumba; se te leer� la lista de ofrendas; sacrificios ser�n hechos junto a t(u) estela, estando tus columnas construidas de piedras blancas en medio (de las tumbas) de los hijos reales. No, t� no morir�s en una tierra extranjera; los asi�ticos no re llevar�n a la tumba; no se te meter� en una piel de borrego, y no se te har� un simple t�mulo. Es muy tarde (ahora) para llevar una vida errante. Piensa en la enfermedad y regresa (Cuento de Sinuh�, B 189-199). Debe tenerse presente que, en ocasiones, las creencias funerarias egipcias no fueron tan firmes como la mayor�a de las fuentes muestra, sino que tambi�n hab�a espacio para las dudas. En este momento, debe recordarse el Canto del arpista de la tumba del rey Antef, perteneciente al Primer Per�odo Intermedio[8]. Por otra parte, ya en �poca griega, y posiblemente por la influencia de la propia concepci�n griega de la muerte, aparecen algunos testimonios que manifiestan de forma tr�gica el horror al M�s All�: Una perpetua oscuridad es la morada de aqu�llos que est�n all� [en el occidente]. Dormir es su ocupaci�n, no se despiertan para ver a sus hermanos, no miran ni a sus padres ni a sus madres; sus corazones olvidan a sus mujeres y a sus hijos. El agua de la vida, en la que est� el alimento de toda vida, es sed para m�. Llega s�lo a aqu�l que est� en la tierra. Yo sufro la sed aunque el agua est� cerca de m�… La muerte, �ven! es su nombre, llama a cada uno hacia s�, y ellos vienen deprisa, aunque sus corazones tiemblan ante ella por el terror. Nadie de los dioses ni de los hombres la ve. Los grandes est�n en sus manos como los peque�os… Ella arrebata al hijo de su madre m�s gustosa que al viejo que se mueve cerca de ella… �Oh, vosotros que ven�s a este cementerio! Hacedme ofrenda de incienso en la llama y de agua en todas las fiestas del cielo. El final de este texto es ciertamente inesperado, al pedirse las ofrendas cuya inutilidad se acaba de mencionar.
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ESCRITURA, LENGUA ORAL Y MAGIA SIMPAT�TICA
��� De la misma manera que ocurre en el caso de las im�genes, la presencia de la escritura, en el mundo de los muertos, tiene una finalidad activa, un car�cter m�gico. En el caso de las im�genes, por ejemplo, cuando a un individuo se lo representa jugando al senet, no se representa en t�rminos estrictos una escena de la vida cotidiana, sino que se trata de un s�mbolo resurreccional: como indica el Libro de los Muertos, el senet requiere la superaci�n de un itinerario, y la llegada a una meta. Se representa, de este modo, la llegada del fallecido a su meta, el M�s All�. Tambi�n las escenas agr�colas de la tumba de Sennedyem, en Deir el Medina, por ejemplo, se refieren al trabajo del difunto en el M�s All� y no tienen puramente funci�n decorativa. De igual forma, por el principio de la magia simpat�tica, todo texto de resurrecci�n le confer�a al difunto la resurrecci�n que evocaba: cada f�rmula pronunciada ritualmente o escrita contribu�a a la resurrecci�n del fallecido. Los Textos de las Pir�mides, redactados por el clero del culto solar de la ciudad de Heli�polis y reproducidos en las c�maras funerarias de las pir�mides del �ltimo rey de la V dinast�a y de los faraones de a partir de la VI dinast�a del Reino Antiguo, no tienen s�lo funci�n decorativa, sino m�gica: su simple presencia har� realidad lo que contienen escrito, que el Rey muerto ascienda al cielo para unirse con su padre Re en el M�s All� celeste. Al ser el motivo central de los Textos de las Pir�mides la ascensi�n del Rey al cielo, en ellos se describen los medios de ascensi�n, los peligros que el rey debe salvar hasta llegar al M�s All�, los rituales de purificaci�n,… Tambi�n se menciona la llegada del Rey junto a su padre Re y c�mo el propio Rey sigue gobernando en el M�s All�. El hecho de que estos textos fueran recitados por los sacerdotes que oficiaban los funerales del Fara�n, al igual que el hecho de que estuvieran inscritos en las tumbas, aseguraba m�gicamente que se hiciera realidad su contenido. Es por ello por lo que, al final del funeral, cuando se hab�a depositado el cuerpo del Rey en el sarc�fago y se hab�an llevado a cabo los �ltimos ritos, la resurrecci�n del Fara�n se hab�a llevado a cabo. En primer lugar, para que el cuerpo del Rey se conservara y para que los miembros permanecieran unidos, algo b�sico para la supervivencia del ka, que requer�a un soporte f�sico, era necesario conjurar su cuerpo, como se desprende de este pasaje de los Textos de las Pir�mides: Oh, carne del Rey, no te marchites, no te pudras, no huelas mal. (…) Tus huesos no perecer�n, tu carne no enfermar�; oh Rey, tus miembros no estar�n lejos de ti, porque eres uno de los dioses (Textos de las Pir�mides, 722-725). Adem�s, para asegurar la preservaci�n del cuerpo del Rey conven�a que la pir�mide donde permanec�a estuviera protegida: Oh Atum, pon tu protecci�n sobre este Rey, sobre esta pir�mide suya y sobre esta construcci�n del Rey; evita cualquier cosa que suceda con maldad contra ella para siempre, como pusiste tu protecci�n sobre Shu y Tefnut (Textos de las Pir�mides, 1654). Para que el Rey pudiera resucitar, era preciso que se purificara ritualmente; el siguiente texto era recitado por parte de los sacerdotes funerarios para ese fin: �Oh Rey, despierta! Lev�ntate, ponte de pie, para que puedas ser puro y que tu ka pueda ser puro, para que tu ba pueda ser puro, para que tu poder pueda ser puro. Tu madre viene a ti, Nut viene a ti, la Gran Protectora viene a ti, para que pueda purificarte, oh Rey; para que pueda protegerte, oh Rey; y para que pueda prevenirte de cualquier carencia (Textos de las Pir�mides, 837-839). Para poder llegar al lugar donde se encuentra Re, el Rey debe salvar algunos obst�culos, debidos a la topograf�a del M�s All�: �Oh barquero del cielo en paz! �Oh barquero de Nut en paz! �Oh barquero de los dioses en paz! Yo he venido ti (para que) me cruces en este barco con el que transportas a los dioses. He venido a su lado justo como el dios vino a su lado. (…) �No hay ser viviente que me acuse, no hay difunto que me acuse, no hay pato que me acuse, no hay buey que me acuse. Si no me transportas, saltar� y me pondr� en el ala de Thot, y �l me transportar� all� lejos (Textos de las Pir�mides, 383-387). Una vez que ha llegado al M�s All�, el Rey, al igual que en el Egipto f�sico, sigue siendo Rey y actuando como tal: El Rey ha venido para poder ascender al cielo y explorar el firmamento; el Rey saluda a su padre Ra, y �l le ha coronado como Horus (…). El Rey da �rdenes, el Rey otorga dignidades, el Rey asigna lugares, el Rey hace ofrendas, el Rey dirige oblaciones, porque en realidad es el Rey; el Rey es el �nico del cielo, un potentado a la cabeza de los cielos (Textos de las Pir�mides, 2035-2041). De este modo, por el concepto de la magia simpat�tica, estas acciones se hac�an realidad, eran realidad por el solo hecho de ser pronunciadas. Debe tenerse en cuenta, en este caso concreto, que la teolog�a y la cosmogon�a del clero de Heli�polis estaban centradas en Atum o Re, dios vivificador del mundo; el s�mbolo principal de este dios era la pir�mide, en tanto que estilizaci�n de la colina primordial. La construcci�n de las pir�mides, monumentos funerarios destinados s�lo a los reyes, empieza a darse, de hecho, cuando los faraones adoptan la doctrina funeraria solar heliopolitana. La pir�mide tiene un doble simbolismo: ascensional y creacional; el Rey enterrado en ella asciende y resucita en el M�s All�. As�, de igual forma que el Sol en un principio subi� al cielo desde la colina primordial para dar comienzo a la vida, cada rey difunto, para volver a la vida, sube al cielo a trav�s de su pir�mide. El Rey, de acuerdo con la soteriolog�a solar heliopolitana, es, como el Sol, un �nico Uno, produci�ndose de este modo la identificaci�n entre el Fara�n y el dios Sol. Los dem�s mortales, en cambio, tienen un destino subterr�neo, dominado por Osiris. En los Textos de las Pir�mides el dios Osiris es tratado de modo equivalente: el credo heliopolitano considera a Osiris como dios de la doctrina de la realeza, que se identifica con el Rey difunto, como se desprende del siguiente pasaje: Ra toma tu mano [del Rey]. (…) Observa: [el Rey] ha venido como Ori�n; observa, Osiris ha venido como Ori�n (Textos de las Pir�mides, 819). Por otra parte, la presencia de la magia simpat�tica en la lengua oral y no s�lo en los textos escritos est� presente a lo largo de toda la historia del Antiguo Egipto. La magia simpat�tica en la lengua oral estaba, adem�s, al alcance de todas las capas de la sociedad egipcia que no ten�an acceso a los textos funerarios, en un principio exclusivos s�lo de la realeza, y, posteriormente, s�lo al alcance de los m�s pudientes. As�, en el Reino Nuevo, cuando el mecanismo social del sacerdocio funerario est� m�s debilitado, las peticiones a los receptores de los textos solicitan al lector que recite simplemente una f�rmula de ofrenda: Es s�lo una lectura, no hay gasto, no hay burla, no hay disputa que venga de ello. No hay que luchar con otros, no hay una opresi�n del miserable en su condici�n. Es un discurso dulce que causa satisfacci�n, y el coraz�n no se cansa de escucharlo. Es s�lo un soplo de boca… Ser� bueno para vosotros si lo hac�is (Urk. IV, 510).
LENGUAJE FORMULAR Y MAGIA SIMPAT�TICA��
��� Para que unas palabras pronunciadas tuvieran el efecto deseado, se convirtieran en realidad a trav�s de la magia simpat�tica, deb�an pertenecer, la mayor�a de las veces, a un lenguaje formular preestablecido; deb�a tratarse, as�, de f�rmulas m�gico-religiosas, muchas veces contenidas en los textos religiosos, aunque no necesariamente (pi�nsese, por ejemplo, en las f�rmulas m�dicas escritas en dem�tico sobre papiro que deb�an ser pronunciadas para obtener la curaci�n de una determinada enfermedad). La creencia egipcia de que, a trav�s de la magia simpat�tica, las f�rmulas pronunciadas llevaban a cabo el cumplimiento del contenido de la f�rmula, de que eran la realidad, puede apreciarse tambi�n durante los actos rituales del cortejo f�nebre y el entierro del fallecido y, especialmente, en el ritual denominado apertura de la boca. As� pues, entre las personas que compon�an el cortejo f�nebre en el Reino Nuevo (se conservan pocos testimonios del Reino Antiguo y del Reino Medio del cortejo f�nebre y del entierro, aunque en el Reino Nuevo el cortejo funerario es uno de los m�s frecuentes en la decoraci�n de las tumbas, y, principalmente, en las tumbas de los particulares), pueden distinguirse dos grupos: por una parte, destaca el grupo denominado remech niut N., la gente de la ciudad N.; el nombre de la ciudad espec�fica era una de las localidades que manten�an relaci�n con el mito de Osiris. Estos personajes ten�an la funci�n de representar los lugares sagrados vinculados al mito de Osiris y de acompa�ar al sarc�fago del fallecido hasta su llegada a la necr�polis. Aunque en las primeras� representaciones es el propio difunto el que, navegando por el r�o Nilo, visita en peregrinaci�n los principales santuarios de Osiris, en el Reino Nuevo el difunto lleva a cabo dicha peregrinaci�n gracias a las personas que representan los propios santuarios. Algunas de las palabras pronunciadas por los remech niut N. se conocen gracias a las inscripciones y los relieves de las tumbas: �A Occidente, a Occidente, al lugar en el que t� deseas estar! �Bienvenido en paz a Occidente! �No es como difunto como t� te vas, sino que es vivo como t� te vas! (Tumba de Antefiqer, TT 18, Reino Nuevo). El otro grupo de hombres que integra el cortejo f�nebre es el de los semeru, amigos (del difunto); se trata de nueve hombres que posiblemente representen simb�licamente la En�ada heliopolitana, y que en los motivos de las tumbas aparecen situados junto al sarc�fago. La funci�n de los semeru es transportar el sarc�fago una vez que el conjunto del cortejo ha entrado en la necr�polis, en sustituci�n de los animales que anteriormente lo trasladaban. En este caso, tambi�n se conservan en algunas tumbas las palabras de este� grupo del cortejo f�nebre: Dicho por los nueve amigos: �A Occidente, a Occidente, la tierra de los justos! �Despu�s de que un bello entierro se haya hecho para el visir Rejmire, justo de voz! (…) Dicho por los nueve amigos: �Salid y descended, llevando a Osiris, el visir Rejmire! �Tus enemigos han sido vencidos por ti y colocados por debajo de ti, y tu protecci�n est� detr�s de ti, eternamente (Tumba de Rejmire, TT 100, Reino Nuevo). La presencia de la magia simpat�tica en la lengua oral, y muy especialmente cuando lo que se est� pronunciando pertenece al lenguaje formular, aparece de manifiesto, as�, tanto en las palabras de los remech niut N. como en las de los semeru, los miembros del cortejo f�nebre.
��� Cuando la procesi�n del cortejo f�nebre hab�a llegado a la entrada de la tumba, se realizaba el ritual de la apertura de la boca, la �ltima ceremonia que se llevaba a cabo antes de que el cuerpo fuera colocado en la tumba y �sta quedara finalmente sellada. Este ritual, con el que se pretend�a que la vida m�s b�sica (comer, hablar, respirar,…) volviera al cad�ver del difunto y quedara de este modo asegurada su supervivencia en el M�s All�, aparece ya atestiguado, al igual que ocurre en el caso del cortejo f�nebre, en representaciones iconogr�ficas desde el Reino Antiguo. El ritual de la apertura de la boca era llevado a cabo por los sacerdotes, conocedores, seg�n las creencias de la sociedad egipcia, de la ciencia que los dioses hab�an transmitido. El ritual de la apertura de la boca, en cuya estructura pueden distinguirse dos grupos de operaciones, uno que corresponder�a al Alto Egipto y otro al Bajo Egipto, aparece conformado por un conjunto de escenas dialogadas. Adem�s, en torno a la parte central se inclu�a otra serie de ritos, como los ritos de introducci�n a la propia parte central, la animaci�n de la estatua, el ritual de la vestidura, el banquete funerario, y algunos ritos con los que se clausuraba el conjunto de la operaci�n. Desde un punto de vista dram�tico, destaca, por otra parte, la presencia de indicaciones esc�nicas que indican a los sacerdotes que llevan a cabo el ritual sobre qu� objeto sagrado o ser deben pronunciar una determinada f�rmula y cu�l es el equivalente terrestre de dicho objeto o ser sagrado, as� como qu� posici�n f�sica o qu� acciones deben realizar en cada momento espec�fico. Como ocurre en la gran mayor�a de los rituales religiosos que se llevaban a cabo en el Antiguo Egipto, las primeras escenas que se describen en los textos sobre c�mo llevar a cabo el ritual de la apertura de la boca son indicaciones de la necesidad de purificaci�n y de sacrificios de animales antes del comienzo del ritual propiamente dicho. Cada uno de los ritos comprendidos en el ritual de la apertura de la boca, como por ejemplo la imposici�n de objetos sagrados sobre la momia del difunto, as� como los propios instrumentos utilizados (tejidos, armas, jarras, cuchillos, cinceles, bastones de mando,…) ten�a una funci�n esencialmente m�gico-resurrectora. De esta forma, uno de los ritos m�s importantes durante el ritual de la apertura de la boca era la imposici�n sobre la momia del cuchillo peseshkaf (psSkA.f). En este momento, debe tenerse en cuenta el siguiente texto: Escena XXXVII: presentaci�n del objeto peseshkaf. El sacerdote sem: aplicar el objeto peseshkaf sobre su boca. Palabras pronunciadas por el oficiante: �Oh, N.! Yo he consolidado tus mand�bulas de modo que ellas est�n nuevamente divididas. Yo he reabierto tu boca por medio del objeto peseshkaf con el cual es abierta la boca de todo dios y de toda diosa (J. C. Goyon, Rituels fun�raires de l’ Ancienne �gypte. Ouverture de la bouche, Par�s, 1972). As� pues, como consecuencia de este acto el difunto recupera las funciones esenciales de poder comer, beber y respirar. Despu�s de la repetici�n de la ceremonia que corresponde al Bajo Egipto, la momia es rozada con piezas de tela para que simb�licamente sea vestida, y, m�s tarde, tiene lugar la unci�n con �leos sagrados: Escena XLVIII: entrega de la tela para la cabeza. Palabras pronunciadas por el oficiante; el sacerdote sem toma la venda para la cabeza y la coloca sobre N.; limpia su boca y sus ojos, porque ella abrir� la boca y los ojos de N., una vez la lleve. F�rmula: �Oh, N.! �Mira c�mo viene la venda sobre la cabeza!, �mira c�mo viene la venda sobre la cabeza!, �mira c�mo viene la Blanca!, �mira c�mo viene la Blanca! (J. C. Goyon, Rituels fun�raires de l’ Ancienne �gypte. Ouverture de la bouche, Par�s, 1972). Por �ltimo, una vez que se le han entregado a la momia las armas y los bastones de mando, tiene lugar la �ltima libaci�n y el banquete funerario. Cuando las ofrendas se han purificado, el difunto es invitado a participar en el banquete, puesto que ya ha recuperado la funci�n b�sica vital de poder comer, por parte del sacerdote lector: Palabras pronunciadas por el oficiante en jefe: �Oh, N.! Ven hacia este pan que se te ofrece, hacia esta cerveza, �estas cosas nunca te faltar�n! (…) Acepta este pan, acepta esta cerveza, acepta este incienso, acepta esta agua fresca, acepta esta ofrenda divina, pues es el Ojo de Horus, el grande. (…) Tu pan es para ti, tu cerveza es para ti, y t� podr�s vivir como Re (Escena LXX, J. G. Goyon, Rituels fun�raires de l’ Ancienne �gypte. Ouverture de la bouche, Par�s, 1972). Finalmente, al mismo tiempo que la momia queda definitivamente depositada en la tumba y se produce el sellado de �sta, se pronuncia una �ltima oraci�n a todos los dioses de Egipto: Abiertas est�n las puertas del cielo, no hay cerrojo en las puertas del templo, la casa est� abierta para su se�or. ��l sale cuando quiere salir! ��l entra cuando quiere entrar! (Escena LXXIV, J. C. Goyon, Rituels fun�raires de l’ Ancienne �gypte. Ouverture de la bouche, Par�s, 1972). Estas palabras, pronunciadas ahora por los sacerdotes y no por los componentes del cortejo f�nebre como en el caso que se ha expuesto anteriormente, vuelven a dejar patente el poder que, seg�n la sociedad egipcia, ten�a la magia simpat�tica para convertir en realidad el contenido de las f�rmulas pronunciadas.��
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�UNA DEMOCRATIZACI�N FINAL DE LOS DESTINOS DE ULTRATUMBA?
����� ὃς δ᾽ ἂν ἢ αὐτῶν Αἰγυπτίων ἢ ξείνων ὁμοίως ὑπὸ κροκοδείλου ἁρπασθεὶς �
����� ἢ ὑπ᾽ αὐτοῦ τοῦ ποταμοῦ φαίνηται τεθνεώς, κατ᾽ ἣν ἂν πόλιν ἐξενειχθῇ,����
����� τούτους πᾶσα ἀνάγκη ἐστὶ ταριχεύσαντας αὐτὸν καὶ περιστείλαντας ὡς
����� κάλλιστα θάψαι ἐν ἱρῇσι θήκῃσι· οὐδὲ ψαῦσαι ἔξεστι αὐτοῦ ἄλλον οὐδένα
����� οὔτε τῶν προσηκόντων οὔτε τῶν φίλων, ἀλλά μιν αἱ ἱρέες αὐτοὶ τοῦ Νείλου
����� ἅτε πλέον τι ἢ ἀνθρώπου νεκρὸν χειραπτάζοντες θάπτουσι.�
����� Si uno de los propios egipcios o igualmente de los extranjeros se encuentra atrapado por un cocodrilo,
������ o ahogado en el r�o, la ciudad en la que el cuerpo es lanzado a la tierra tiene la estricta obligaci�n,
������ tras �embalsamarlo y adornarlo de la manera m�s bella que se pueda, de enterrarlo en un ata�d sagrado;
������ y no es posible que ninguno de sus parientes o de sus amigos lo toque, sino que los sacerdotes mismos
������ del Nilo lo entierran por su mano como si se tratara de algo mejor que el cad�ver de un hombre.
���������������������������������� ��������������������������������������HER�DOTO DE HALICARNASO, Historia, II, 90
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���� El t�rmino de resurrecci�n, demasiado connotado para nosotros por la cultura judeocristiana, era diferente para los egipcios. En la tradici�n cristiana el concepto de resurrecci�n se refiere a lo material, al cuerpo; se habla, por tanto, de la resurrecci�n de la carne, y de la reuni�n de cuerpo y alma. En la cultura egipcia, resurrecci�n no debe entenderse como un nuevo regreso del cuerpo a la vida material y animada: para los egipcios nunca se dar� la vuelta al estado f�sico anterior a la muerte. La muerte es definitiva, es un cambio irreversible de estado ontol�gico, diferente a la vida terrenal, pero no necesariamente negativa. El cuerpo nunca volver� a estar vivo como en su condici�n anterior, sino que asume un nuevo estado inanimado definitivo. Este nuevo estado conlleva la separaci�n de los elementos que componen al individuo, y que antes estaban juntos: cuerpo, nombre, ka, ba, aj,… Por eso, estos elementos nunca volver�n a estar unidos. La necesidad de la preservaci�n del cuerpo en la cultura egipcia no se debe a que el cuerpo vaya a volver a la vida f�sica anterior en un determinado momento, sino a que es necesario un soporte f�sico con la forma del difunto para conservar su especificad y que el ka pueda sobrevivir: en caso de destrucci�n del cuerpo, una estatua del difunto, o su nombre escrito o incluso pronunciado podr�an servir para este fin.
��� Entre los destinos de ultratumba de un individuo cualquiera y del Rey hab�a una diferencia esencial en la concepci�n egipcia de la muerte. El Rey, por definici�n, estaba integrado ya en el orden del cosmos; su muerte no significa un cambio importante, porque el trono nunca queda vacante. De hecho, el trono siempre est� ocupado por Horus, el hijo de Osiris: el Rey vivo es Horus, y el Rey muerto es Osiris. Esta concepci�n est� estrechamente relacionada con el hecho de que los textos y la iconograf�a regia sean arquet�picos y mitol�gicos; a diferencia de los textos y la iconograf�a de los particulares, nunca se refieren a actos como el cortejo funerario o el entierro, representaciones frecuentes, en cambio, en las tumbas no reales. Debe tenerse en cuenta, por otra parte, que, mientras que en el Reino Antiguo s�lo el Rey muerto es considerado Osiris, despu�s del Primer Per�odo Intermedio, todos los individuos, al morir, se identifican con Osiris: a partir de este momento, es frecuente que todo individuo utilice los textos y los ritos que anteriormente s�lo utilizaban de forma exclusivista los reyes. Al igual que en el mito de Osiris la supervivencia de �ste depende de los cuidados de su hijo Horus, el destino de cualquier fallecido depende de los servicios funerarios de parte de su hijo; cuando un individuo carece de hijo, un sacerdote se encarga de dichos servicios funerarios.
��� As� pues, los textos funerarios egipcios son en cada caso, dependiendo de si se refieren a reyes o a particulares, diferentes. Los textos funerarios que se han representado en las tumbas de los faraones contienen la descripci�n de un mundo arquet�pico y mitol�gico, careciendo, por tanto, de individualidad o de datos hist�ricos. En ninguno de los textos funerarios reales, ni en los Textos de las Pir�mides menfitas, ni en los textos funerarios de los hipogeos reales del Valle de los Reyes en Tebas, se han inscrito biograf�as reales espec�ficas con hechos puramente hist�ricos, sino que s�lo se representan arquetipos y motivos m�ticos: en ellos se representa al arquetipo m�tico del Fara�n vivo (a imagen de Horus), o muerto (a imagen de Osiris) y su historia mitol�gica. En los textos funerarios reales tambi�n es frecuente que se describa el mundo del M�s All� y a sus moradores, as� como el itinerario, lleno de peligros, que el Rey debe superar para poder revivir. Se trata, por tanto, de una historia m�tica y arquet�pica v�lida para la totalidad de los faraones del Antiguo Egipto. En el caso de los textos funerarios de los particulares, sin embargo, destaca la aparici�n de autobiograf�as en las que se mencionan los cargos pol�ticos y los m�ritos del individuo en concreto. Se trata, tambi�n, de un modelo, pero no es un arquetipo m�tico, sino un estereotipo humano. Seg�n la posici�n que ocupe, tanto el Rey como cualquiera de sus s�bditos como todo ser tiene una funci�n espec�fica en el cosmos. Todos deben mantener la armon�a en el cosmos, pero cada uno en su propia posici�n y nivel. En este sentido, el Rey mantiene la armon�a c�smica en tanto que es el mediador entre la humanidad y la divinidad, entre lo social y lo c�smico. Por su parte, los particulares deben contribuir a dicho mantenimiento de la armon�a c�smica ci��ndose a unos determinados modelos de comportamiento, a unas normas sociales, y llevando a cabo sus ocupaciones de acuerdo con la propia norma y el modelo. El Rey debe velar por la Maat, la armon�a, la verdad, la justicia, lo equilibrado, en una dimensi�n c�smico-mitol�gica, y los dem�s individuos deben velar por ella en una dimensi�n �tico-social. De esta forma, el modelo del Rey est� en la mitolog�a, es un arquetipo mitol�gico inmutable; la historia del Rey es el drama mitol�gico de Osiris, por lo que en ninguna ocasi�n aparecen inscritas biograf�as personales en las tumbas de los reyes. Por su parte, el modelo del particular son los denominados textos sapienciales, que muestran c�mo debe ser la actuaci�n moral y socialmente correcta en la vida; es un estereotipo moral, que el particular, en sus autobiograf�as funerarias, afirma haber seguido a trav�s de sus obras personales y sus cargos pol�ticos.
��� Ya en el Reino Antiguo, en la III dinast�a, destaca, desde el punto de vista de las creencias religiosas, el paso de las ideas y rituales funerarios de car�cter neol�tico-agrario, ct�nico y osir�aco, a la aceptaci�n de las doctrinas solares, originarias de la regi�n menfita, y, muy especialmente, del clero de Heli�polis. Como se ha afirmado anteriormente, la teolog�a menfita estaba basada en el culto a Re, el dios Sol, vivificador del mundo, siendo su s�mbolo principal la pir�mide, estilizaci�n de la colina primordial. La fusi�n en apariencia parad�jica de Re, el s�mbolo de la vida y de la luz, con Osiris, el dios de los muertos y del renacimiento, es especialmente importante en la religi�n egipcia, puesto que refleja la propia esencia renovadora de la naturaleza, con la que el dios se identifica. Este proceso de sincretizaci�n se desarrollar� durante un largo per�odo, ya que, en un primer momento, Osiris es una divinidad alejada del dominio solar. Al final de este proceso, sin embargo, Re y Osiris encarnan fuerzas complementarias en el proceso vivificador: tanto Re como Osiris se manifiestan en un ciclo eterno cuyas fases se repiten peri�dicamente (puesta y salida del sol, inundaci�n anual del Nilo, ciclos de la luna y las estrellas,…). A partir del Reino Antiguo, durante el Primer Per�odo Intermedio y el Reino Medio, las creencias funerarias egipcias siguieron experimentando importantes cambios. Durante la etapa precedente, los textos mitol�gicos, que a veces conten�an la descripci�n del viaje del M�s All� y de su topograf�a, adem�s de motivos arquet�picos, hab�an estado reservados exclusivamente al Rey difunto (Textos de las Pir�mides), mientras que los particulares hab�an empleado textos estereotipados autobiogr�ficos; ahora, tambi�n los particulares empiezan a utilizar textos con motivos m�ticos anteriormente exclusivos de la realeza. Aunque se ha hablado de una democratizaci�n de los destinos de ultratumba, debe tenerse presente que esta expresi�n no es correcta desde un punto de vista estricto, puesto que en el Reino Antiguo todos los egipcios ten�an destino de ultratumba, aunque estos destinos fueran en un principio diferentes para el Rey o para los particulares. En el Primer Per�odo Intermedio y en el Reino Medio, ya pod�a contar con textos funerarios mitol�gicos cualquier persona que pudiera costearse una tumba; en cambio, estos textos ya no se representar�n en las paredes de la tumba, sino en los sarc�fagos (Textos de los Sarc�fagos). Los Textos de las Pir�mides dejaron de utilizarse con los fines anteriores, y parte de ellos pas� al nuevo corpus. La ca�da de la monarqu�a menfita y la consiguiente descentralizaci�n del poder durante el Primer Per�odo Intermedio fue lo que indudablemente facilit� que el conjunto de la sociedad pudiera acceder a prerrogativas antes s�lo exclusivas de la monarqu�a. Mientras que en los Textos de las Pir�mides se hac�a una clara distinci�n entre el M�s All� celeste, cuyo soberano era el dios Sol (Atum o Re) y reservado s�lo al Rey, y el M�s All� subterr�neo, cuyo soberano era Osiris y que estaba destinado al resto de los mortales, en los Textos de los Sarc�fagos empieza a entreverse una combinaci�n de ambos mundos de ultratumba que terminar� con la concepci�n de un �nico M�s All� terrestre y celeste al mismo tiempo, destino com�n y �nico tanto para el Rey como para los particulares (v�ase supra). De este modo, si en un principio, durante el Reino Antiguo, Osiris y Re hab�an sido dos divinidades de ultratumba incompatibles, en estos momentos la sincretizaci�n entre ambos finalizar� con su fusi�n en un �nico dios funerario: Osiris-Re. El Rey y el pueblo compartir�n, a partir de ahora, una �nica teolog�a y simbolog�a. De este modo, si en el Reino Antiguo s�lo el Rey se convert�a en Osiris al morir, ahora cualquier egipcio se convierte en un Osiris despu�s de muerto. En los textos aparecen las expresiones, por ejemplo, de Osiris Jenu, o de Osiris Najti; el nombre del difunto aparece precedido del nombre de Osiris, hecho que indica su condici�n de fallecido y su identificaci�n con el dios. As� pues, durante el Reino Nuevo pueden observarse en la cultura egipcia importantes cambios relacionados con la concepci�n mitol�gica y religiosa de este per�odo, destacando la fusi�n definitiva de Osiris y Re en un �nico dios funerario, fusi�n que indudablemente es el resultado final de un largo proceso. De hecho, ya a partir de la V dinast�a, en el Reino Antiguo, el influjo religioso de Re hab�a impuesto su supremac�a sobre los dem�s dioses, empezando �stos a sufrir una solarizaci�n relativamente acentuada. Muy pocas deidades (por ejemplo, Ptah) conservar�n su aspecto y cualidades originales. El dios tebano Am�n puede considerarse uno de los ejemplos m�s evidentes de esta solarizaci�n; durante la �poca de la dinast�a XVIII, en el Reino Nuevo, se producir� su fusi�n con Re. Durante el Reino Nuevo, Tebas ser� la capital del Antiguo Egipto, hecho que influy� en muchos de los nuevos aspectos de la religi�n egipcia. Aunque en este per�odo se produce, como ya se ha mencionado, la fusi�n definitiva de Osiris y Re en un solo dios funerario, sin embargo, el universo osir�aco y subterr�neo, y no el solar, va a ser el preponderante desde ahora en las concepciones funerarias de los egipcios, tanto de los reyes como de los particulares.��
��� De la misma manera que una parte del contenido de los Textos de las Pir�mides hab�a sido incluido en los Textos de los Sarc�fagos, igualmente parte de los contenidos formulares de estos �ltimos textos se incluyeron en el corpus de textos funerarios m�s importante del Reino Nuevo, el Libro de los Muertos, denominado as� por R. Lepsius en el S. XIX, aunque los propios egipcios se refer�an a �l como F�rmulas del salir del alma a la luz del d�a: las f�rmulas que conten�an asegurar�an, a trav�s de la magia simpat�tica, que el ba del difunto saliera del sepulcro a la luz del d�a, como s�mbolo de su renacer en el M�s All�. Como se ha mencionado anteriormente, los Textos de las Pir�mides eran de tradici�n heliopolitana y menfita, y los Textos de los Sarc�fagos eran de muy distintas procedencias; en cambio, el Libro de los Muertos era de tradici�n tebana: fue elaborado a partir de los corpora anteriores existentes por los sacerdotes de Tebas. Los ejemplares m�s antiguos que se conocen del Libro de los Muertos, procedentes del Valle de las Reinas en Tebas (dinast�a XVII), podr�an indicar que este nuevo corpus de textos funerarios tambi�n surgi� exclusivamente para uso de la monarqu�a. En cambio, aunque se tratar�a de textos elaborados para miembros de la familia real, pronto su utilizaci�n se fue extendiendo a toda la sociedad: cualquier individuo que pudiera coste�rselo pod�a incluir f�rmulas del Libro de los Muertos escritas sobre el sudario o las vendas de la momia, adem�s de en otros lugares (en los sarc�fagos, en las paredes de las tumbas,…)[9]. Puesto que, al igual que en los textos funerarios anteriores, en el Libro de los Muertos se describ�an el recorrido al M�s All�, su topograf�a y los posibles peligros con los que el difunto pod�a encontrarse, para todo individuo era importante memorizar las f�rmulas que conten�a, porque, nuevamente mediante la magia simpat�tica, su conocimiento hac�a real su contenido: para poder superar los diferentes peligros, era necesario conocerlos y saber las f�rmulas con las que se pod�a conjurarlos. Las f�rmulas contenidas en el Libro de los Muertos son de naturaleza muy variada: algunas se utilizaban para que el difunto se purificara, le fuera devuelta su identidad, su poder m�gico, su coraz�n y su nombre, y tambi�n para que su cuerpo no se degenerara. Adem�s, estas f�rmulas tambi�n pod�an proteger al difunto de animales mal�ficos que pod�a encontrarse en su viaje hacia el M�s All�. De acuerdo con la concepci�n egipcia, la memoria y la conciencia humanas resid�a en el coraz�n; por eso, el coraz�n le era devuelvo al difunto para que testificara sobre los actos que hab�a llevado a cabo durante su vida ante el tribunal de Osiris. De este modo, y con el fin de que el coraz�n no testificara en contra del difunto, el Libro de los Muertos conten�a una f�rmula en la que el propio difunto se dirige a su coraz�n. Esta f�rmula sol�a inscribirse en los escarabeos del coraz�n, amuletos que se colocaban en la momia a la altura del coraz�n: Oh coraz�n m�o de mi madre, oh coraz�n m�o de mi madre, no te alces contra m� como testigo, no me acuses como testigo, no me acuses en el tribunal, no te vuelvas contra m� ante los Adscritos a la Balanza. T� eres mi ka que est� en el cuerpo, el Cnum que revive mis miembros. Si t� te decantas por el bien, estaremos a salvo. No calumnies mi nombre ante el tribunal que asigna su posici�n a la gente. Ser� bueno para nosotros, ser� bueno para el juez, estar� contento el coraz�n de quien juzga. No digas mentiras contra m� ante el dios excelso, se�or del Occidente. (…) Colocar las palabras sobre un escarabeo de jade, montado en electro y con un anillo de plata. Sea colgado del cuello del esp�ritu (Libro de los Muertos, 30). Uno de los cap�tulos m�s importantes del Libro de los Muertos es el que contiene el juicio de Osiris: en �l se describe c�mo el difunto es conducido por el dios chacal Anubis[10]a la sala de las dos Maat, la sala del tribunal de Osiris, donde se encuentra la balanza de la justicia, y, ante los 42 dioses-jueces que forman parte del tribunal, el difunto debe superar la prueba de la psicostasia o pesada del alma en la balanza de la justicia. Anubis u Horus colocan en un plato de la balanza el coraz�n del difunto, lugar donde permanece su memoria, y en el otro la pluma de la diosa Maat. Thot, el dios escriba, es el encargado de tomar nota del resultado. El difunto realiza entonces la confesi�n negativa, enumerando, de acuerdo con los 42 jueces, 42 faltas que no ha cometido. Si el coraz�n pesa demasiado a causa de las faltas, es devorado por el monstruo Ammit; si la balanza se mantiene en equilibrio, el difunto es encontrado justo de voz, y Osiris permite que sea recibido en el Campo de los Juncos. En la confesi�n negativa, el difunto se dirige a cada uno de los miembros del tribunal, en primer lugar a Osiris y, m�s tarde, uno por uno, a los 42 jueces: Salud, oh Gran Dios, se�or de las Dos Maat. Yo he venido a ti, mi se�or, habiendo sido conducido a contemplar tu belleza. Yo te conozco, yo conozco el nombre de los cuarenta y dos dioses que est�n contigo en este tribunal de las Dos Maat, que viven de la masacre de los malvados, que se tragan su sangre, en el d�a en que se sopesa la conducta ante Unnefer. (…) Yo he venido a ti, te he tra�do la verdad y he alejado por ti la maldad. No he cometido maldad contra los hombres. No he maltratado a los b�vidos. No he hecho algo malo en vez de algo justo. No he conocido lo que no debe existir. No he empezado ning�n d�a pidiendo un donativo a quienes ten�an que trabajar para m� (…). No he blasfemado contra dios, no he empobrecido a ning�n m�sero, no he hecho nada que disguste a los dioses (…). No sufrir� ning�n da�o en este pa�s en la sala de las Dos Maat porque yo conozco los nombres de los dioses que se hallan en ella. (…) Oh Lanza-fuego, que sales del templo del ka de Ptah, no he robado alimentos. (…) Oh Come-sangre, que sales del lugar del suplicio, no he matado el ganado divino. (…) Oh Mira-lo-que-trae, que sales del lugar de la casa de Min, no he cometido actos impuros. (…) Oh Manda-gentes, que sales de la Residencia, no he insultado a un dios. Salud a vosotros, oh dioses. Yo os conozco y conozco vuestros nombres. Yo no caer� y vosotros no golpear�is. (…) No se dir� �Mentira! en relaci�n a m� ante el Se�or Universal, porque yo he practicado la justicia en Egipto (Libro de los Muertos, 125). Toda esta escena tal como se ha descrito ante el tribunal de Osiris, de gran representaci�n en las artes pl�sticas a lo largo de la historia de Egipto, pertenece esencialmente al Reino Nuevo. En cambio, la concepci�n en la mente egipcia de un tribunal divino encargado de juzgar las acciones cometidas por cada persona a lo largo de su vida se remonta al Reino Medio; los Textos de los Sarc�fagos y las inscripciones de las tumbas de este per�odo ya mencionan la existencia de un tribunal. Seg�n estas inscripciones, los jueces no se re�nen excepto si el difunto ha sido acusado por un tercero. En cambio, en el Reino Nuevo, el difunto ya no era juzgado debido a una acusaci�n particular, sino que todos los individuos deb�an ser juzgados ante el tribunal de Osiris sobre sus actos en vida.
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LAS CREENCIAS RELIGIOSAS EN UNA SOCIEDAD DE DISCURSO M�TICO-RELIGIOSO
��� Al analizar la concepci�n ontol�gica egipcia de la muerte debe tenerse en cuenta, adem�s, alg�n otro rasgo caracter�stico de las sociedades de discurso m�tico-religioso. De hecho, una de las caracter�sticas que definen a estos tipos de sociedades es lo que H. Frankfort denomina multiplicidad de aproximaciones frente a la linealidad cognitiva propia de las sociedades de discurso l�gico-cient�fico. De acuerdo con CERVELL� AUTUORI, J., Egipto y �frica. Origen de la civilizaci�n y la monarqu�a fara�nicas en su contexto africano (p�gs. 18-19), el discurso l�gico-cient�fico es lineal o sintagm�tico porque se sucede en el tiempo seg�n el principio de coherencia l�gica y causalidad. As�, lo que sigue en el discurso no puede negar o contradecir lo que precede (…); en caso contrario, se llega a la paradoja; un fen�meno tiene causa previa y consecuencias subsecuentes. En cambio, el discurso m�tico-religioso es paradigm�tico, donde se pueden cruzarse los planos de lo expresado y lo evocado, donde cada realidad expresada vale por lo que es pero al mismo tiempo remite a todo el paradigma de nociones donde se integra. En este tipo de discurso, los hechos no son lineales, sino multipl�nicos. La coherencia no reside en la linealidad cognitiva, sino en el paradigma, en todo el conjunto de relaciones y sus interconexiones. Los antiguos egipcios con frecuencia expresaban la realidad y su complejidad mediante un conjunto de conexiones e im�genes que se refieren cada una a un aspecto de la propia realidad y, aunque para las sociedades de discurso l�gico-cient�fico estas conexiones, desde un punto de vista sem�ntico, se excluir�an entre s�, para los egipcios dichas conexiones eran todas v�lidas, no s�lo cada una en su contexto, sino tambi�n en conjunto. Como indica Cervell� Autuori, la realidad se define por un conjunto de aproximaciones desde diferentes puntos de vista; cada uno de estos puntos de vista ilustra uno de los m�ltiples aspectos de la realidad. As�, seg�n Frankfort, el lenguaje egipcio depend�a de im�genes concretas, y no expresaba lo irracional mediante modificaciones cualitativas de una idea central, sino admitiendo varias v�as de acercamiento a la vez: as� es como intentaba describirse una realidad de car�cter poliocular. Adem�s, las sociedades de discurso m�tico-religioso se caracterizan por la integraci�n frente a la clasificaci�n propia de las sociedades de discurso l�gico-filos�fico: el discurso l�gico occidental es un discurso clasificatorio, al requerir la organizaci�n de los datos mediante alg�n criterio para su comprensi�n, como consecuencia de la objetivaci�n y singularizaci�n de la realidad. El individuo egipcio, en cambio, considera al cosmos no como un quid, sino como un t�, con el que puede dialogar. Los antiguos egipcios intentaban comprender el mundo aislando las distintas relaciones de un hecho y despu�s consider�ndolas en conjunto, mediante una visi�n multipl�nica. Un ejemplo de la multiplicidad de aproximaciones, mencionado en Cervell� Autuori, aparece en los Textos de las Pir�mides, cuando a Horus se le denomina hijo de Osiris e hijo de Hathor; literalmente; desde un punto de vista sintagm�tico, ambas expresiones ser�an contradictorias, porque Osiris y Hathor nunca se unen en hierogamia en la religi�n egipcia. Sin embargo, desde el punto de vista de la multiplicidad y de las aproximaciones simb�licas, decir que Horus es hijo de Osiris equivaldr�a a decir que Horus es el Rey vivo, porque Osiris es el Rey muerto, y decir que Horus es hijo de Hathor ser�a decir que Horus es el gran dios c�smico, el halc�n celeste, porque Hathor es el cielo (Hut-Hor, la casa de Horus). Este principio de la multiplicidad de aproximaciones caracter�stico del discurso m�tico-religioso aparece de manifiesto tambi�n en otros pasajes de los Textos de las Pir�mides: seg�n la soteriolog�a solar heliopolitana, el Rey, desde la pir�mide, debe comenzar el proceso de ascensi�n hacia su padre Re. Esta ascensi�n puede llevarse a cabo de diferentes formas o mediante distintos medios: Una escala al cielo se coloca para m�, para que pueda ascender por ella al cielo, y asciendo en el humo de la gran incensaci�n. Subo volando como un p�jaro y desciendo como un escarabajo; subo volando como un p�jaro y desciendo como un escarabajo sobre el trono vac�o que est� en tu barca, oh Ra (Textos de las Pir�mides, 365-366).
��� En este momento, debemos plantearnos si hechos como las profanaciones de tumbas cuestionar�an en ocasiones las creencias funerarias egipcias y la concepci�n ontol�gica de la muerte en el Antiguo Egipto. Las profanaciones de las tumbas eran pr�cticas regulares y arqueol�gicamente documentadas en el Antiguo Egipto desde los primeros tiempos. Uno de los papiros redactados en el a�o decimos�ptimo del reinado de Rams�s IX, de siete columnas de longitud, contiene una lista de ladrones de metales que actuaron en las tumbas reales; figuran escribas, mercaderes, barqueros, guardianes del templo,… La posibilidad de que una tumba pueda ser ultrajada es un miedo constante presente en el conjunto de la sociedad egipcia que se manifiesta en algunas f�rmulas inscritas en las tumbas m�s antiguas. En los textos funerarios egipcios son frecuentes las maldiciones contra quienes no respeten la integridad de las tumbas, o incluso contra los que no lleven a cabo la previsi�n de las ofrendas. Muchas de las f�rmulas de los textos funerarios egipcios se inscrib�an, de esta forma, para evitar que el difunto viera interrumpida su vida en el M�s All� debido a da�os en su tumba, en su ajuar o por negligencia en el cumplimiento del culto funerario: Oh Atum, pon tu protecci�n sobre este Rey, sobre esta pir�mide suya y sobre esta construcci�n del Rey; evita cualquier cosa que suceda con maldad contra ella para siempre, como pusiste tu protecci�n sobre Shu y Tefnut (Textos de las Pir�mides, 1654, Reino Antiguo). Por otra parte, las lamentaciones por las profanaciones de tumbas, especialmente en momentos de crisis, est�n atestiguadas en textos como el siguiente: �Ay de m� por la miseria de estos tiempos! (…) Hete aqu� que aqu�l que estaba enterrado como halc�n [el Fara�n, identificado con Horus] es arrancado de su sarc�fago. El secreto de las pir�mides es violado. El ureo ha sido echado de su guarida. Los secretos del rey del Alto y del Bajo Egipto son revelados… (Lamentaciones de Ipu el Noble, Primer Per�odo Intermedio). El castigo a los profanadores de las tumbas y la confesi�n de �stos est� tambi�n atestiguado: Investigaci�n. El quemador de incienso Nesam�n llamado Tjaybay del templo de Am�n fue tra�do. El gobernante le hizo prestar juramento, y �l dijo: Si digo una falsedad puedo ser mutilado y enviado a Etiop�a. Le dijeron: Cu�ntanos la historia de tu salida con tus c�mplices para atacar las Grandes Tumbas, cuando sacasteis esta plata de all� y os apropiasteis de ella. Dijo: Fuimos a una tumba y de ella sacamos algunas vasijas de plata de all� y las repartimos entre nosotros cinco. Le aplicaron el palo. Dijo: No vi nada m�s; lo que he dicho es lo que vi. Volvieron a aplicarle el palo. Dijo: Basta, lo contar�… (Papiro 10052, British Museum).
��� Las marcadas diferencias sociales y la jerarquizaci�n de la sociedad egipcia pudieron ser una de las causas de la profanaci�n de las tumbas, aunque en ning�n caso la �nica. En general, no puede considerarse que las profanaciones de tumbas cuestionen totalmente las creencias funerarias egipcias de toda la sociedad, aunque puede poner de manifiesto que no todas las personas cre�an en ellas. Esta idea estaba presente, indudablemente, en la sociedad egipcia, como demuestra el simple hecho de la existencia de maldiciones para quienes no respeten la integridad de las tumbas: si en los textos funerarios aparecen� maldiciones contra quienes no respeten las tumbas antes de que se haya podido producir una profanaci�n, es porque se tiene conciencia de que dicha profanaci�n puede llegar a ocurrir por parte de alguien que no respete las creencias funerarias egipcias, o incluso por un individuo que s� asuma las creencias religiosas de la sociedad egipcia. Debe pensarse, una vez m�s, en el concepto de caos en el Antiguo Egipto. Las profanaciones de tumbas eran para los antiguos egipcios, al igual que la muerte misma, las rebeliones internas o las invasiones extranjeras, una manifestaci�n del caos. Estas manifestaciones del caos estaban previstas, de acuerdo con la concepci�n ontol�gica de los egipcios, desde los tiempos primordiales; como ya se ha mencionado, en el Antiguo Egipto el cosmos se consideraba una sucesi�n c�clica de orden y caos, era un equilibrio entre ambos. Las creencias religiosas egipcias tambi�n hac�an referencia a los hechos negativos y su origen (enfermedades, guerras, plagas,…); consid�rense, por ejemplo, los peligros que el difunto deb�a superar en el M�s All�, o la creencia en la existencia de esp�ritus malignos. Todos los hechos, tanto los positivos como los negativos, estaban interrelacionados, al tratarse de una sociedad de discurso m�tico-religioso, integradora y no clasificadora. Debe tenerse en cuenta, adem�s, que el sistema religioso en el Antiguo Egipto no era una opci�n ideol�gica, sino un universo de discurso m�tico-religioso. Puesto que el universo consiste en un equilibrio constante entre fuerzas opuestas, el mal tiene su lugar indicado, y es contrarrestado por el bien; es por ello, por lo que las actuaciones no honestas de algunos individuos es algo previsto en el propio sistema religioso de la sociedad. En este sentido, deben destacarse unos versos de la obra El ladr�n devoto, del poeta espa�ol Gonzalo de Berceo, pertenecientes al s. XIII; la sociedad medieval europea en general y la espa�ola en particular eran tambi�n sociedades de discurso m�tico-religioso: Era un ladr�n malo que m�s queri� hurtar/ que ir a la eglesia nin a puentes alzar/ (…). Entre las otras, �malas avi� una bondad/ que li vah� en cabo e dioli salvedat;/ credi� en la Gloriosa de toda voluntat,/ salud�vala siempre contra la su magestat (Gonzalo de Berceo, El ladr�n devoto, versos 1-2, 9-12). Estos versos revelan, posiblemente, una realidad espiritual similar a la del Antiguo Egipto.�
��� En sentido estricto, y tal como la tradici�n judeocristiana lo ha transmitido, el concepto de pecado no exist�a en el Antiguo Egipto. Aunque muchas palabras egipcias denotan aspectos negativos, ninguna puede traducirse de manera exacta por pecado. Debe tenerse presente que la propia palabra pecado deriva del t�rmino latino peccatum, que en origen significaba falta, y no necesariamente ten�a connotaciones religiosas. �Para el egipcio antiguo, sus malas acciones no eran puramente pecados, sino perturbaciones del orden del universo, manifestaciones del caos, y como tales, podr�an suponerle desgracias. Sin embargo, un egipcio nunca era considerado indigno del favor de los dioses; tambi�n en el sistema religioso egipcio hab�a espacio para el perd�n. El cambio de un individuo a una vida mejor desde el punto de vista moral no requer�a en realidad arrepentimiento, sino comprensi�n. En el Antiguo Egipto, el hombre que comete faltas es un sordo a las palabras de los sabios; de acuerdo con la afirmaci�n de Ptahhotep, es alguien que no oye: Aqu�l a quien dios ama, le escucha; pero aqu�l a quien dios odia, no le escucha. Es el coraz�n el que hace que su poseedor sea alguien que escucha o alguien que no escucha. El coraz�n es la fortuna del hombre (…). Pues para un loco que no escucha, no puede hacer nada en absoluto. �ste considera el conocimiento como ignorancia y el bien como mal. Vive de aquello de lo que se muere; su alimento es la falsedad. El odio por parte de un determinado dios hacia aqu�l que no act�a de acuerdo con lo establecido socialmente no es, sin embargo, de tipo �tico como puede serlo en la cultura judeocristiana, sino de tipo c�smico, en tanto que supone una perturbaci�n del orden del cosmos. La propia fuerza c�smica destruye al hombre que comete faltas, porque no est� en armon�a con Maat, el orden del universo. Cuando alguien comet�a una falta, no actuaba, en primera instancia, contra un dios determinado, sino contra Maat, contra el orden del universo que los propios dioses defend�an. Es por eso por lo que el tema de la ira del dios, tan frecuente en la tradici�n judeocristiana, es casi inexistente en la literatura y en el pensamiento egipcios: si un individuo comete faltas, no es que el dios lo rechace, sino que es un ignorante de las ense�anzas de los sabios que, finalmente, es castigado. Los dioses a quienes, en los textos, daban las gracias o rezan los devotos difieren en cada caso, puesto que cada individuo pod�a sentirse m�s relacionado con una divinidad o con otra, pero el esp�ritu del propio texto, e incluso en ocasiones las palabras, son similares. A diferencia de lo que ocurre en religiones como la griega, en el Antiguo Egipto los dioses s�lo se diferenciaban por sus campos de actuaci�n, no tanto por sus caracteres, al no estar totalmente individualizados[11]. Por otra parte, el concepto de accidente, tan frecuente en las sociedades de pensamiento l�gico-cient�fico, no existe, sin embargo, en la mayor parte de las sociedades antiguas[12]. Los hechos que suceden, de acuerdo con las sociedades de discurso m�tico-religioso, tanto negativos como positivos, han sido establecidos por el destino, por el proceder del cosmos, y son manifestaciones, si son negativos, del caos, y, si son positivos, del orden, de Maat. El accidente fortuito no existe, porque todo hecho est� predestinado. Es precisamente por esta concepci�n por la que ambos tipos de hechos, positivos y negativos, est�n previstos, desde los tiempos primordiales, por el propio sistema religioso.
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CONSIDERACIONES FINALES
��������������� πατρίοισι δὲ χρεώμενοι νόμοισι ἄλλον οὐδένα ἐπικτῶνται. (…)
� �Ἑλληνικοῖσι δὲ νομαίοισι φεύγουσι χρᾶσθαι, τὸ δὲ σύμπαν
���� �����������εἰπεῖν, μηδ᾽ ἄλλων μηδαμὰ μηδαμῶν ἀνθρώπων νομαίοισι.
���������������� [Los egipcios] siguen los usos patrios, y rechazan cualquier otro. (…)
���������������� Evitan adoptar costumbres griegas, y, por decirlo todo,
���������������� no aceptan ning�n uso de ning�n otro pueblo.
�������������������������������������� �����HER�DOTO DE HALICARNASO, Historia, II, 79, 91
��� Aunque entre las creencias y los rituales funerarios del Reino Antiguo y del Reino Nuevo existen algunas diferencias esenciales, puede considerarse que la concepci�n ontol�gica de la muerte para los antiguos egipcios no cambi� de forma significativa a lo largo de su historia. As�, en el Reino Antiguo, tiene lugar la aceptaci�n final de las doctrinas solares caracter�sticas de la teolog�a menfita, aceptaci�n �ntimamente relacionada con el hecho de que, durante el Reino Antiguo, Menfis era la capital del Egipto unificado. Posteriormente, en el Reino Nuevo, Tebas ser� la capital del Antiguo Egipto. Debido al influjo de Re, el dios Am�n va a iniciar un proceso de solarizaci�n hasta desembocar en su sincretismo con Re. Por otra parte, otro proceso de sincretizaci�n, el del dios Osiris con Re, se ver� tambi�n totalmente culminado en el Reino Nuevo. Adem�s, durante el Reino Nuevo, como parte de un proceso iniciado en el Primer Per�odo Intermedio, �poca de grandes cambios religiosos y sociales, y caracterizada por una marcada descentralizaci�n pol�tica, todos los individuos, y no s�lo el Rey, al morir, pasan a identificarse con Osiris: cualquiera que pudiera permit�rselo pod�a, desde ese momento, servirse de los textos y de los rituales antes reservados al Fara�n. Los motivos arquet�picos y mitol�gicos propios de las tumbas de los reyes ser�n tambi�n utilizados por los particulares, adem�s de otros motivos biogr�ficos y relativos al cortejo f�nebre y al entierro, ausentes, generalmente, en las tumbas de los faraones. Durante el Reino Nuevo, algunos de los actos funerarios m�s caracter�sticos de la sociedad egipcia, como el cortejo f�nebre, empiezan a documentarse m�s ampliamente; otros, cuyos m�s antiguos testimonios pertenecen al Reino Antiguo, como el ritual de la apertura de la boca, contin�an llev�ndose a cabo. Es tambi�n en el Reino Nuevo cuando todos los individuos deben declarar ante el tribunal de Osiris durante el juicio divino (psicostasia), y no s�lo los acusados de manera particular. Desde el punto de vista textual y arqueol�gico, pueden apreciarse, tambi�n, diferencias esenciales entre ambas �pocas. De esta forma, las pir�mides, construcciones utilizadas como tumbas por los reyes, que llegar�n a ser un s�mbolo solar del Fara�n, paulatinamente dejar�n de construirse con esa funci�n; la mayor�a de los faraones del Reino Nuevo pasar�n a enterrarse en hipogeos en el Valle de los Reyes. Entre los ata�des y los sarc�fagos, as� como en los ajuares (estatuillas, vasos canopos, objetos personales del difunto,…), de cada �poca tambi�n puede observarse una considerable diferencia, en ocasiones relacionada con el desarrollo de las t�cnicas. Otros elementos caracter�sticos de los ajuares funerarios egipcios, no existentes o ya con antecedentes en el Reino Antiguo, como las m�scaras funerarias o los amuletos, se generalizan durante el Reino Nuevo. En el Reino Nuevo ser�n los pasajes del Libro de los Muertos y no de los Textos de las Pir�mides los que figuren en las tumbas tanto regias como particulares, y los que aparezcan escritos en otro tipo de soportes blandos, como en los sudarios o las vendas de los cuerpos. Aunque en cada �poca se utilizaron diferentes textos religiosos, �stos tendr�n, sin embargo, en ambos per�odos, la misma funci�n: contribuir a la supervivencia y al bienestar del difunto en el M�s All�.
��� A pesar de estas diferencias doctrinales, textuales, rituales y arqueol�gicas, expuestas anteriormente de manera muy somera, el concepto ontol�gico de la muerte y la reacci�n del individuo ante ella permaneci� en su esencia. Tanto en una �poca como en la otra, los egipcios conceb�an la muerte como el paso a un estado trascendental, paso que formaba parte de los ciclos de la vida y de la naturaleza. El difunto, como aj, llega a integrarse en el orden c�smico, y su esencia permanece inalterable. El cosmos es, adem�s, para los egipcios, una unidad esencial formada por una multiplicidad de seres; cada ser est� en relaci�n con los dem�s seres, y cada uno de ellos debe intentar mantener, a su nivel, la armon�a c�smica. As� pues, mientras que el Fara�n contribuye a esta armon�a a trav�s de la mediaci�n que ejerce entre lo c�smico y lo social, el resto de los individuos deben ce�irse a unas pautas de comportamiento moral y socialmente aceptables. Este hecho aparecer� reflejado con frecuencia en el mundo funerario: debido a que el trono est� siempre ocupado por Horus, la muerte del Fara�n no supone un cambio esencial, porque, por naturaleza, ya est� integrado en el cosmos, y, por ello, en las tumbas reales s�lo aparecen motivos mitol�gicos y arquet�picos. Los particulares, en cambio, deben manifestar que han contribuido a la armon�a c�smica actuando de acuerdo con la moral; ser� en sus tumbas donde incluyan autobiograf�as estereotipadas con los m�ritos que han conseguido en la vida. As�, la idea de que el universo es un equilibrio de fuerzas opuestas, y de que a las manifestaciones del caos, como la muerte, siempre se impone el orden, no desapareciendo por tanto la realidad ontol�gica del individuo, sino manteni�ndose en su esencia, ser� fundamental para la comprensi�n del conjunto de creencias funerarias de la sociedad del Antiguo Egipto.���
Madrid, julio de 2009
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