�
EL FARA�N SIN ROSTRO
�
�
Por Teresa Bedman y Dr. Francisco Mart�n Valent�n
Del Instituto de Estudios del Antiguo Egipto.
El
her�tico de la ciudad del Horizonte hab�a muerto; el fara�n Ua-en-Ra,
Aj-en-Aton, hab�a finalizado su atormentada vida en medio de una gran
polvareda hist�rica que empa�ar�a y oscurecer�a los �ltimos a�os
de la gloriosa dinast�a XVIII. Despu�s de la clamorosa desaparici�n
del rey hereje, el universo Am�rnico se desplom� en enormes pedazos
que, como el derrumbe de un confuso y bab�lico edificio, engull� entre
sus escombros para la historia a todos los personajes que hab�an
protagonizado aquellos angustiosos tiempos.
Si tratamos de reconstruir los acontecimientos que siguieron a la muerte de Aj-en-Aton tendremos la impresi�n de que los salones de los palacios del Amarna debieron convertirse en el mism�simo reino del caos. Enloquecidos personajes sin norte ni rumbo, conscientes de que la maldici�n de Am�n les hab�a alcanzado y no pod�an escapar a ella, protagonizaron y padecieron los esperp�nticos acontecimientos de la convulsa agon�a de aquel mundo.
Posiblemente Se-Menj-Ka-Ra.Museo Egipcio Cairo. �I.E.A.E. |
Muy
poco antes de la muerte de Aj-en-Aton parece que otro hijo del gran
Amen-Hotep III, llamado Se-Menej-Ka-Ra, hab�a sido alzado al trono para
compartirlo con el her�tico en una forzada corregencia. Al mismo tiempo
o muy poco despu�s, una reina, que muchos identifican con Meryt-Aton,
la hija de Aj-en-Aton,� ocup�
el trono en compa��a del citado personaje y, cuando este muri�, lo
que sucedi� en meses, lo hizo en solitario.
� Todo
este barullo familiar tom� su orden y apariencia regulares ante los
ojos de la historia con la subida al trono de otro probable hijo de
Amen-Hotep III, el rey-ni�o Tut-Anj-Am�n, quien despos� como� reina a una hija de Aj-en-Aton llamada Anj-es-en-Am�n.
Cuando
el orden fue restaurado� en
todo el pa�s, se impuso barrer las escorias del gran incendio am�rnico,
recoger los restos dispersos del naufragio familiar e hist�rico que
acababa de concluir. En una palabra, ocultar lo acaecido y borrar para
siempre de los anales y de la misma memoria de Egipto, que alguna vez
hubieran acaecido los acontecimientos de la ciudad del Horizonte de
Aton.
As�
pues, bajo el reinado de Tut-Anj-Am�n se llev� a cabo el cambio de
ubicaci�n de las momias de todos ellos. Se hicieron nuevas exequias y
se excav� con urgencia, en el Valle de los Reyes, una tumba, casi un
agujero, para cumplir de manera precipitada y con un m�nimo decoro, las
exigencias de la liquidaci�n del mundo am�rnico, tal como era l�gico
que fuera la voluntad del nuevo rey, al fin y al cabo, familiar directo
de los difuntos.
|
---|
Los
sacerdotes encargados de tan delicada tarea la desarrollaron seguramente
con gran aprensi�n. Podemos imaginar la repugnancia de aquellos
miembros del clero de Am�n a la hora de realizar los nuevos
enterramientos de personajes que, pol�tica y religiosamente, les eran
tan contrarios. De hecho, se tratar�a m�s de un apresurado
almacenamiento de cuerpos y ajuares funerarios en un lugar escondido e
ignoto, que de un enterramiento de acuerdo con las costumbres y
creencias funerarias del tradicional mundo egipcio.
De este modo,
se decidi� que una tumba sin concluir, excavada en� un lugar del Valle de los Reyes que, entonces, estaba lo
suficientemente alejada de los lugares de enterramiento de los
antecesores monarcas de la dinast�a, pero dejando atr�s la tumba de
los padres de la reina Tiy, Yuya y Tuya, ser�a el lugar de compromiso
para depositar el sarc�fago y la momia de la esposa de Amen-Hotep III,
y los cuerpos de Aj-en-Aton y de Se-Menej-Ka-Ra. Ninguna pintura ritual
en las paredes, ninguna inscripci�n funeraria, ning�n cartucho o
nombre en la tumba. En verdad, fue m�s un escondrijo que una tumba en� toda regla.
As�
qued� este escondite con sus ocupantes durante el reinado de Tut-Anj-Amon
y, seguramente, de su sucesor el fara�n Ay, el �ltimo personaje de la
saga am�rnica.
A
principios de enero del a�o de 1907 el due�o efectivo de las
exploraciones arqueol�gicas en el Biban El Muluk de la orilla
occidental de Luxor era el abogado norteamericano Theodor. M. Davis.
Despu�s de largos a�os de dedicarse a los negocios y a los asuntos de
su profesi�n, se hab�a convertido en un hombre lo suficientemente rico
como para trabajar en lo que realmente amaba: la exploraci�n arqueol�gica
del antiguo Egipto.
Los
resultados favorables de sus campa�as de excavaci�n le hab�an animado
a proseguir con sus trabajaos en la necr�polis real m�s importante de
Egipto. De hecho, sus hallazgos, consistentes en una magn�fica tumba,
cada a�o, desde 1902, le hab�an proporcionado una reputaci�n de h�bil
excavador que no era muy bien vista por los arque�logos profesionales.
De
este modo, se decidi� por el Servicio de Antig�edades que, como
distracci�n y diversi�n, el asunto ya hab�a llegado demasiado lejos.
Cuando Davis quiso reiniciar su habitual campa�a de excavaciones en el
a�o 1905, Arthur Weigall, a la saz�n nuevo inspector del Servicio en
el distrito, impuso al, seg�n su pensamiento, �intruso arque�logo
aficionado� del que tan solo parec�a bueno su dinero, la
permanente presencia del arque�logo de su confianza, Edward Russell
Ayrton.
Aceptada por Davis la presencia permanente de Ayrton en la excavaci�n, se iniciaron los trabajos correspondientes. Davis hab�a decidido, a partir de su conocimiento de la zona y de sus hallazgos en los a�os anteriores, que el a�rea en la que se har�an las prospecciones deber�a ser una colina formada con los evidentes restos de la excavaci�n de la tumba de Rams�s IX y de las de Sethy I, Rams�s I, II y III.
�En
efecto, a poca distancia al oeste de la tumba de Rams�s IX, se produjo
el hallazgo esperado. El 3 de enero de 1907, conforme a los datos
proporcionados por el diario personal de Emma B. Andrews, familiar de
Davis presente en los trabajos, el equipo de excavadores egipcios
descubri� �un hueco en la roca� con restos de jarras, probablemente
de la dinast�a XX, que parec�an proceder de alguna ceremonia de
enterramiento.� Interesado
en el hallazgo, Davis orden� a Ayrton rastrear m�s detalladamente la
zona. Tres d�as despu�s, el 6 de enero, se descubr�a la entrada de la
tumba que hoy conocemos como la KV 55.
|
![]() |
Entonces,
�no era un enterramiento intacto?. Y, en tal caso, �cu�l podr�a ser
la raz�n de su apertura y posterior cierre?.� �Habr�a sido abierta para ser objeto del saqueo por los
ladrones de tumbas?. Todas estas preguntas y muchas m�s se agolpaban,
seguramente, en las cabezas de Davis y de Ayrton. En todo caso era
evidente que la abertura practicada en una parte de la pared primitiva
era parcial; casi, como si se hubiera realizado sin aparente preocupaci�n
por parte de los profanadores. Su tarea parec�a no depender de una
desagradable e inesperada sorpresa, como habr�a sido el caso de los
ladrones cogidos desprevenidos en el acto de la comisi�n de una sacr�lega
violaci�n.
La
segunda puerta vallada se vio que estaba parcialmente demolida. Una vez
abierta por los excavadores se encontraron en un corredor� de cerca de un metro ochenta cent�metros de ancho relleno de
fragmentos de piedra calc�rea hasta una altura de un metro o un metro
veinte cent�metros del techo, a la entrada, y de algo menos de un metro
ochenta cent�metros al otro extremo del corredor.
Lo m�s chocante resultaba ser la construcci�n poco esmerada de una especie de camino en forma de rampa, destinada a facilitar el acceso, salvando el desnivel existente, entre la segunda puerta y la c�mara sepulcral, a unos diez metros de distancia.
Esta
obra, evidentemente ejecutada con ocasi�n de la violaci�n antigua de
la tumba, deber�a haber indicado a los excavadores que, algo anormal,
algo no habitual ni de uso en las pr�cticas funerarias egipcias se hab�a
producido en aquella extra�a tumba hac�a m�s de tres mil a�os
�A
pocos pasos de esta entrada y reposando sobre el camino hecho con
cascotes de calc�rea se encontraba un lateral de un santuario de madera
dorada, sobre el que se hab�a depositado una puerta que a�n pose�a
sus goznes de cobre y que, con toda seguridad, hab�a formado parte del
mismo tabern�culo.
|
Posiblemente Se-Menj-Ka-Ra.Museo Egipcio de El Cairo. �I.E.A.E. |
![]() Posiblemente Kiya.Museo Egipcio de El Cairo. �I.E.A.E. |
Se parec�a enormemente al segundo sarc�fago interior de Tut-Anj-Amon que se descubrir�a cinco a�os despu�s. Su peluca era de la misma clase que la de las cabezas de los vasos canopos hallados en la salita sur y ten�a sobre la frente un �reus que indicaba a las claras el origen real del personaje momificado que conten�a en su interior. Otro ladrillo m�gico, el correspondiente al Este, estaba bajo el lecho mortuorio. A los excavadores les llam� enormemente la atenci�n el hecho terrible de que, la m�scara de oro del sarc�fago hab�a sido, literalmente, arrancada de cuajo como si se tratara del propio rostro del difunto. La sensaci�n era terror�fica.� Sin duda se hab�a pretendido suprimir la
identidad del ocupante del sarc�fago. Pero, no parec�a tratarse de una
actuaci�n de ladrones, puesto que se hab�a dejado en su lugar el
�reus,
tambi�n elaborado con materiales preciosos, el resto del sarc�fago,
las bandas de oro que rodeaban a la momia y un collar en forma de diosa
buitre alada, tambi�n hecho de oro.Lo m�s notorio
del resto de los hallazgos, entre los detritus del suelo fueron, un vaso
de piedra con el nombre de Amen-Hotep III y otro con el del mismo rey y
el de la reina Tiy. En ambos casos se hab�a suprimido el te�foro de Am�n,
lo que evidenciaba que tales objetos habr�an podido venir del Amarna,
en donde el rey solo us� el nombre de Neb-Maat-Ra, que hab�a sido el
de su coronaci�n.
|
El
resto del evidente ritual execratorio se completaba a la vista de la
supresi�n de parte de las inscripciones y relieves de alguno de los
paneles de la capilla de madera de la reina Tiy, as� como la falta de
los �reus de los vasos Canopo, o la sustracci�n de las
figuras-amuleto que hab�an formado parte de los cuatro ladrillos
rituales hallados en la c�mara.
Se
trataba de una destrucci�n selectiva que no pod�a ser pasada por alto.
Todos los indicios apuntaban al hecho de una segunda entrada en la
tumba, despu�s del dep�sito inicial, en tiempos de Tut-Anj-Am�n. Era
evidente que los encargados de ejecutar tan terrible ritual, finalizada
su macabra tarea, salieron de la tumba y la volvieron a cerrar, sellando
las puertas con el sello de la necr�polis. Tal comportamiento solo pod�a
corresponder a una entrada autorizada oficialmente para llevar a cabo
una serie de actos y ritos, tambi�n oficialmente ordenados. Se trataba
de algo m�s que de la persecuci�n de la memoria de los ocupantes de
aqu�lla tumba. Lo que se hab�a llevado a cabo era la ejecuci�n del
rito de �la segunda muerte en el m�s all�. El desdichado
personaje que se encontraba en el interior del sarc�fago hab�a sido
privado para siempre de su identidad terrestre. Esto equival�a, seg�n
las creencias funerarias egipcias, al peor de los castigos que se pod�a
infligir a nadie.