Ingenios y sistemas de seguridad en las tumbas del Antiguo Egipto.

Ignacio Ares

E

l interés que para los antiguos egipcios tenía un buen paso a los campos de lalu junto a Osiris trascendía más allá de la calidad de  vida que hasta aquel lugar se pudieran llevar por medio de grandes viandas, muebles de lujo, sirvientes en forma de ushebt, etc.  Esta importancia estribaba, principalmente, en las ideas religiosas de este pueblo y también, por qué no, en la codicia innata del hombre. De nada servían las fórmulas mágicas del Libro de los Muertos, los amuletos o toda una serie de bienes materiales y psico-espirituales, plasmados por medio del arte en las paredes de las tumbas, si éstas no poseían los requisitos mínimos para poder salvaguardar el descanso eterno del difunto.

Desde el primer momento, el egipcio sintió la inquietud de guardar sus posesiones de la manera más segura posible, por lo que no escatimó, dependiendo de su status social, en los medios que garantizaran la inmunidad de su última morada, incitando a los arquitectos a ingeniar nuevos artilugios de seguridad. Los ejemplos  que nos encontramos a lo largo de la historia de Egipto son innumerables y a cada cuál más curioso, aunque  en  la mayor parte de las ocasiones el desenlace final viniera de la mano del azar o la fortuna. El ejemplo más claro del capricho del destino lo hallamos en la tumba de Tutankhamón, encontrada prácticamente intacta en Noviembre de 1922  por el inglés Howard Carter, cuando para nada se utilizó algún tipo de ingenio mecánico que garantizara la seguridad de esta tumba. La casualidad hizo que por la construcción de una tumba cercana, fuera obstruida con escombros hasta nuestros días, escapando así a múltiples exploraciones, incluso por parte de otros arqueólogos.

En primer lugar debemos recordar el hecho de que los saqueos de tumbas corresponden a periodos históricos enmarcados en el propio momento de los faraones y, especialmente, en épocas de crisis, como el final del imperio Nuevo y la dinastía XXI (1100 a.C.). Prácticamente la totalidad de las tumbas del Egipto faraónico han sido asaltadas y despojadas de todas sus posesiones. En muchos casos esto ocurría al poco tiempo de ser enterrado el propio difunto. Los sobornos a los guardias que custodiaban las entradas a las tumbas o las grandes  necrópolis estaban a la orden del día, cuando no se pactaba con el propio arquitecto para ir sin rodeos a donde se encontraba el auténtico tesoro. Ya es tópica en el mundo de la egiptología la frase, puesta en boca de Carter, de que si la tumba de Tutankhamón poseía tales riquezas siendo un faraón discreto, qué no contendrían las tumbas de los grandes reyes de Egipto, caso de Tutmosis III, Seti I, o su hijo Ramsés II, que forjaron grandes imperios en el Próximo Oriente.

Los primeros ingenios de seguridad utilizados fueron el producto de la propia dinámica constructiva. Recordemos que las primeras mastabas se limitaban a ser un pozo en donde se insertaba una cámara que a su vez acogía el sarcófago con el difunto. Estos pozos eran rellenados con los propios escombros resultantes de la labor de cantería. Así, se dificultaba, de alguna manera, el acceso a la cámara  sepulcral aunque  su efectividad resultó ser nula. En otras ocasiones los pozos eran obstruidos por un gran bloque de piedra que dificultaba la tarea. El aspecto interior de estas tumbas es caótico, no ya sólo por su antigüedad sino por los destrozos realizados sobre el único objeto que suele conservarse: el sarcófago. Incluso para evitar suspicacias y maldiciones, la momia era quemada con el fin de eludir su fantasma. En este sentido conservamos algunos textos relativos a juicios de ladrones de tumbas en la XXI dinastía. Los más célebres son los Leopold-Amherst (2, 4-3,2)- conservados en Londres y Bruselas- que en la parte en donde confiesa el ladrón dice: “Fuimos a robar las tumbas de acuerdo con nuestro hábito regular, y nosotros encontramos la pirámide del rey Sekhmere-Shedtawy, el hijo de Re, Sebekemsaf. Esta (pirámide)  no era como las tumbas de los nobles que normalmente íbamos a robar (…). Encontramos sus cámaras subterráneas y llevábamos candelas con luz y nosotros fuimos hacia abajo. Rompimos la mampostería y encontramos el dios yaciendo al fondo de su cámara sepulcral. Y nosotros encontramos la cámara sepulcral de la reina Nubkhaea, su reina, situada detrás de él (…). Abrimos sus sarcófagos y sus ataúdes en los cuales ellos estaban y encontramos a la momia noble de este rey equipada con un halcón: había un gran número de amuletos y joyas de oro sobre su cuello y tenía una máscara de oro sobre él. (…) Recogimos todo (…) y prendimos fuego a los sarcófagos. (…) Y dividimos en 8 partes el oro que encontramos sobre las momias de estos dioses, amuletos, joyas y sarcófagos resultando 20 deben de oro  para cada uno de nosotros, 160 deben en total; los muebles no fueron incluidos. Entonces  cruzamos hasta Tebas.

A medida que evolucionó el estilo constructivo de la tumba, fue pareja la aparición de nuevas destrezas arquitectónicas en busca de la salvación del difunto, no ya espiritual, sino también física. En este sentido, poseemos algunos ejemplos curiosos, como la mastaba de ladrillo cocido de un administrador del área de Thinis, la K1 de la III dinastía en Beit Khallaf, en el Alto Egipto septentrional, muy cerca de Abydos.  Sus dimensiones son  de 86 x 46 m. Y contiene un corredor descendente que lleva a un pasillo que da acceso a la cámara del sarcófago. Este corredor se encuentra interrumpido por cinco lajas de piedra que fueron  descolgadas por medio de cuerdas a través de unos huecos que provenían de la parte superior de la mastaba. La dificultad que encontraron los ladrones fue limitada: no tuvieron  más que hacer tantas aberturas como losas encontraron en su camino y acceder al sarcófago.

Los principales sospechosos de los robos eran los propios obreros, al ser ellos, únicamente, los que conocían la ubicación exacta, tanto de la cámara principal, como del comienzo de pasillo que accedía a aquella, y más cuando los ladrones solían hallar a la primera el camino correcto.

Ya en el Imperio Medio este sistema de losas fue sustituido por otro de similares características, que fueron las compuertas, insinuadas ya en algunas pirámides del periodo anterior, como la de Keops o la de Unes. El resultado era el mismo, aunque su fundamento era diferente. Ahora estas grandes láminas de piedra no eran descolgadas, sino que se ubicaban in situ con un sistema por el que mediante la colocación de un listón de madera en su parte superior, que hacía de tope, las hacía descender pero era imposible elevarlas. Lógicamente al ladrón de tumbas en ningún momento le pasaría por la mente cometer tal torpeza, sino que le resultaba tremendamente más sencillo realizar un simple agujero en la compuerta para pasar a la cámara del sarcófago. Otra solución, más humillante para el arquitecto, fue la utilizada por los ladrones del sepulcro de Senuosretanj en Lisht, al preferir cavar un simple agujero en la tierra por la parte trasera de la tumba hasta llegar a la cámara y eludir el acceso por el pasillo.

Del más puro estilo policial es el sistema utilizado en algunas pirámides del Imperio Medio, como es el caso de la de Amen-em-Hat III en Dashur. Su plano se encuentra bifurcado por multitud de pasillos ciegos y recovecos que intentaban despistar la búsqueda de los tesoros del faraón.

Ya en la dinastía XVII, en un arrebato de impotencia, surge el proyecto de Tutmosis I intentando concentrar todas las tumbas reales en un único lugar de difícil acceso. Para ello buscó la ubicación más apropiada en la orilla oeste de Tebas, naciendo así el famoso Valle de los Reyes, que acogería los hipogeos de los soberanos y altos dignatarios egipcios hasta el comienzo de la dinastía XXI. La utilización del valle como necrópolis tenía la intención de concentrar las tumbas en un espacio reducido para facilitar su vigilancia, al ser escasos los puntos de acceso al propio valle.  No obstante, y tal como hemos manifestado anteriormente, el soborno o el simple asesinato a sangre fría de los centinelas era el procedimiento habitual. Es famoso el texto conservado en la tumba del arquitecto de Tutmosis I, Ireni, en donde se dice aludiendo a la construcción del sepulcro de su Señor: “Yo supervisaba solo la excavación de la tumba; nadie oyó nada ni vio nada” refiriéndose claramente al trágico destino que les tocó sufrir a los obreros nada más finalizar sus trabajos en la tumba. Aún así de poco le sirvió ya que, como las otras 61 tumbas del Valle, excepto la de Tut-anj-Amón, fue saqueada en algún momento de la Antigüedad.

Las propias tumbas el Valle de los Reyes fueron construidas con procedimientos que de alguna manera despistaran a los ladrones. No se trataba de ingenios mecánicos, sino de variantes constructivas en la estructura del edificio. La tumba de Amen-Hotep II, por ejemplo, estaba compuesta por un largo pasillo descendente en forma de esfinge, que daba acceso a varias cámaras, una de las cuales, con dos pilares en su interior, fue construida con el fin de engañar a los ladrones y hacerles creer que se encontraban en la cámara real y última de la tumba, cuando, realmente, una puerta tapiada y disimulada daba acceso a unas escaleras que se introducían en la verdadera cámara mortuoria del faraón que, lógicamente, no escapó a las artimañas de los saqueadores.

Otro de los artilugios empleados en la construcción de las tumbas de valle fueron los pozos. Su finalidad en algunos casos fue doble. Por una parte, evitarían que el sepulcro se inundase en caso de fuertes lluvias en el valle, fenómeno frecuente y que ha originado destrozos irrecuperables en los frescos de las paredes de algunos hipogeos. La segunda función a la que se destinaban los pozos era la de ser una trampa mortal para los ladrones, no siendo infrecuente el hallazgo de cadáveres en el fondo de los pozos.

Tras la crisis social vivida a finales del Imperio nuevo y comienzos del Tercer Período Intermedio, con la ya referida dinastía XXI, los sistemas de seguridad se complicaron sobremanera, en un intento desesperado de salvaguardar de forma concluyente las posesiones del difunto. En esta línea, aparece en la dinastía  XXVI una edificación corriente en lo que a su disposición arquitectónica se refiere, aunque tremendamente atípica en su construcción. Está compuesta por una cámara sepulcral construida en el fondo de un ancho pozo, con un gran sarcófago, también construido de antemano en su interior. Este gran pozo se cubría en su totalidad de arena. El techo de la cámara estaba abierto por tres agujeros que contenían sendas tinajas de barro y que hacían de tapón para que la arena del pozo no se introdujera en la estancia. En un lateral de la tumba se abrió un pozo de dimensiones mucho menores que daba acceso directo al sarcófago. El último hombre que saliera de la cámara rompía las tres tinajas que hacían de tapón de la arena permitiendo así que toda la sala se llenara. Inmediatamente el hombre debía ascender por el pozo-túnel lo más rápido que le fuera posible, antes de que le alcanzara la arena. Finalmente, el túnel estrecho era, a su vez, taponado con arena. De esta manera lo que conseguía es que, intentando entrar por el lado de fuera, la arena siempre iba a impedir el acceso a la cámara del sarcófago; al removerse continuamente la cantidad desalojada.

Ese ingenioso sistema de sellado tan drástico obtuvo la finalidad para la que fue construido, salvaguardando el yacimiento hasta nuestros días, resultando muy costoso incluso la excavación arqueológica, al ser muchas las toneladas de arena que se tuvieron que evacuar, para luego encontrar un sarcófago y un tesoro muy modesto. De esta tumba desprendemos que no todos los egipcios daban más importancia a lo material que a la fiable seguridad para su tránsito hacia los campos de lalu.

A modo de conclusión, sería oportuno mencionar el “monopolio del crimen” que, desde la época de los faraones, tenían los habitantes de la aldea de Gurna, al otro extremo del Valle de los Reyes, una especie de Sicilia egipcia. Su habilidad y mutismo, en especial en la familia Abd er Rassul, propició una especie de “mafia del hurto” con una desarrollado instinto para encontrar tumbas y poner sus ajuares en el mercado sin ser descubiertos.  Con ello se llegó varias veces al extremo de que la propia arqueología tuviera que chantajear a los sospechosos, que siempre quedaban en libertad por falta de pruebas, para poder encontrar la ubicación exacta de las tumbas con las que comerciaban. De esta manera se dio con el escondite de Deir el Bahari, lugar a donde los propios sacerdotes egipcios habían llevado multitud de momias de grandes faraones de la historia de Egipto -Tutmosis III, Seti I, Ramses II- en un último intento de salvarlos de los ladrones.

 

BIBLIOGRAFIA:

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